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Preámbulo

El mundo ha cambiado notablemente desde que, recién elegido Director General, preparé por primera vez el preámbulo a El estado mundial de la agricultura y la alimentación 1975. En aquella ocasión, y en cada uno de los 16 números siguientes, nuestro examen se centró en el panorama del momento, indicando las mejoras principales y subrayando los numerosos aspectos alarmantes de la situación mundial: inseguridad alimentaria, pobreza y degradación del medio ambiente, por citar sólo unos pocos. En este preámbulo me gustaría romper con esta tradición y compartir algunas reflexiones y consideraciones acerca del pasado.

Como funcionario internacional que ha prestado servicios en la FAO durante bastante más de 30 años, recuerdo la época embriagadora y optimista de principios de la década de 1960 en que empezaban a disolverse los imperios coloniales y en todas las partes del mundo surgían nuevas naciones. La humanidad parecía entonces estar a punto de realizar importantes descubrimientos técnicos y científicos gracias a los formidables progresos efectuados en el ámbito de la exploración espacial, la informática, las telecomunicaciones y -lo que era más importante para la agricultura- la revolución verde que se había iniciado en Asia.

Era una época en que la guerra fría estaba también en su punto culminante, pero se tenía una gran fe en que la acción multilateral promovería el desarrollo y el crecimiento económico y mantendría la paz. Decidí incorporarme a la FAO no sólo porque el sistema de las Naciones Unidas estaba llamado a ser el principal conducto de la asistencia técnica y material de alta calidad a los países en desarrollo, sino sobre todo porque la FAO constituía la primera expresión de ese idealismo de posguerra que pronto habría de plasmarse en la Carta de las Naciones Unidas como respuesta mundial a la acuciante petición de justicia social para las personas desfavorecidas, pobres y hambrientas.

Durante mis primeros años en la FAO -de hecho a lo largo del decenio de 1960- el crecimiento económico y la mejora del nivel de vida en los países en desarrollo no fueron la excepción sino la regla. Los precios de los productos básicos se mantenían relativamente estables, la asistencia oficial para el desarrollo aumentaba con el tiempo en términos reales y la disponibilidad de grandes existencias de cereales se daba por descontada.

El aumento de los precios del petróleo en 1972-1973 y la caída de la producción cerealera en las principales zonas productoras en 1972 pusieron fin a esta época relativamente estable para la mayoría de los países en desarrollo. Las necesidades de importación aumentaron y los excedentes de cereales desaparecieron casi de la noche a la mañana. El pánico consiguiente provocó una fiebre compradora que hizo que los precios de los cereales se multiplicaran por más de tres y los precios de los fertilizantes por más de cuatro. Los países en desarrollo importadores de petróleo recurrieron a los mercados financieros tanto oficiales como privados para pagar las exportaciones y cubrir los déficit por cuenta corriente. En 1975, cuando fui elegido Director General por primera vez, el mundo estaba inmerso en una crisis alimentaria de grandes proporciones y una crisis de la deuda que se agravaba rápidamente.

A medida que se extendía la recesión mundial a principios del decenio de 1980, se afianzaba la crisis de la deuda. La recesión económica y el creciente proteccionismo redujeron acusadamente la demanda de importaciones. Las relaciones de intercambio se derrumbaron al subir vertiginosamente primero los precios del petróleo y de la energía a base de éste y, a continuación, los de otros productos. El ansia de los bancos comerciales por conceder préstamos se convirtió en ansia por amortizarlos, y los tipos de interés aumentaron bruscamente, con lo que engrosaron los pagos del servicio de la deuda. Los países en desarrollo se enfrentaban ahora con un mundo muy diferente, con una coyuntura económica en que el reembolso de los préstamos era el tema dominante tanto de los debates como de las decisiones sobre el modo en que habría de aplicarse el reajuste económico durante el decenio de 1980.

Después de tres decenios de posguerra caracterizados por la expansión económica, los organismos internacionales de desarrollo, los encargados de formular políticas y los teóricos se habían acostumbrado a dar el crecimiento por supuesto y a deliberar sobre el modo en que se podría aumentar su ritmo y mejorar su distribución. No se había previsto la posibilidad de que casi todos los países en desarrollo aplicaran programas de austeridad en medio de graves limitaciones impuestas por la carga del servicio de la deuda, los desequilibrios fiscales y los problemas relacionados con la balanza de pagos, sin mencionar los disturbios civiles.

En el decenio de 1980 se inició pues un sombrío período de reducción de los ingresos per cápita en casi todos los países en desarrollo. La asistencia para el desarrollo, que antes se destinaba a proyectos y a la creación directa de infraestructuras, se desplazó gradualmente hacia los préstamos supeditados tanto a una modificación de la administración y la política económica como a reformas institucionales. Durante el decenio de 1980, estos programas de «estabilización» y de «reajuste estructural» se generalizaron. Irónicamente, al tiempo que se ejercían fuertes presiones externas sobre los países en desarrollo para que adoptaran políticas de reajuste (devaluación, austeridad fiscal y monetaria, liberalización del comercio y del mercado), la mayoría de los países de la OCDE se hacían cada vez más proteccionistas y aplicaban políticas financieras insostenibles.

Para muchos países en desarrollo, el decenio de 1980 fue sin duda un período de frustración. Para otros, entre ellos los más populosos, durante el decenio se registraron algunos progresos notables. Pero a principios del decenio de 1990 todos nosotros éramos más conscientes que nunca de que, ante todo, había que prestar especial atención a las dimensiones humanas del desarrollo. Esta atención renovada tuvo varias consecuencias importantes. En primer lugar, se reconoció la necesidad de «reajustar el reajuste» con el fin de atenuar sus efectos recesivos y aliviar las graves disparidades y penalidades sociales. En segundo lugar, se admitió la importancia de los conocimientos, técnicas y aptitudes de las poblaciones locales, así como la necesidad de fortalecer los mecanismos e instituciones que les permitieran participar en el proceso de desarrollo. En tercer lugar, se puso de manifiesto la necesidad de promover políticas y programas de nutrición y seguridad alimentaria, y se convino en que a menudo el acceso a los alimentos dependía más de los ingresos quede los suministros. Por último, empezamos a preocuparnos colectivamente por la mejora de la sostenibilidad de la agricultura y el desarrollo rural.

Aunque ya no estamos obsesionados por el riesgo inminente de una conflagración nuclear, por desgracia en muchas regiones del mundo hay tantos disturbios actualmente como los había en 1975. Además, muchos países industrializados se enfrentan con opciones políticas decisivas en lo que respecta a determinados problemas nacionales y regionales. Los países de Europa occidental se están esforzando por llegar a una integración más estrecha a pesar de las crecientes e imprevistas dificultades políticas y económicas. En Europa oriental y la ex Unión Soviética prosigue la transición hacia la economía de mercado en el contexto de graves perturbaciones económicas y sociales que han causado el hundimiento de la producción agrícola e industrial, mientras que en la ex República Federativa Socialista de Yugoslavia las tensiones étnicas y políticas han degenerado en un conflicto armado devastador.

Estos acontecimientos se han desarrollado en un clima general de malestar económico. La tan esperada y anunciada reactivación del crecimiento económico en los países industrializados sigue mostrándose esquiva. En cambio, el desempleo creciente, unos mercados financieros y de divisas inestables y las graves dificultades presupuestarias registradas en varios países industrializados han seguido ejerciendo su influencia desestabilizadora en todo el mundo.

Sin embargo, a la hora de sacar enseñanzas de las experiencias adquiridas, hay muchos motivos para ser optimistas. A pesar de los recientes y espectaculares cambios en la coyuntura política y económica, han cesado las rivalidades entre los bloques de poder y los intercambios retóricos de acusaciones por encima de las divisiones ideológicas, que han sido sustituidos por una renovada confianza en la capacidad del sistema de las Naciones Unidas para encontrar soluciones pactadas a los problemas mundiales.

En general, los países en desarrollo pueden sentirse orgullosos de los considerables progresos realizados en cuanto a la esperanza de vida, la mortalidad infantil y el avance de la educación. Del mismo modo, la FAO puede sentirse orgullosa de sus esfuerzos por ayudar a los países en desarrollo a mejorar su sector agrícola y a promover el bienestar de su población rural. Aunque el mundo tiene unos 1 500 millones de habitantes más que cuando tomé posesión de mi cargo, la comunidad mundial ha demostrado su capacidad para ofrecer alimentos suficientes y evitar las crisis alimentarias provocadas por las catástrofes naturales. Hemos conseguido aumentar considerablemente los suministros alimentarios per cápita en todo el mundo y muchos de los países en desarrollo satisfacen hoy una parte considerable de las necesidades alimentarias de su población.

En la actualidad producimos una cantidad mayor de cereales en una superficie menor de tierras que en 1975: los rendimientos del arroz y del trigo han aumentado en casi un 50 por ciento, los del maíz en más de un 35 por ciento y los de las legumbres en un 30 por ciento. En los sectores ganadero, forestal y pesquero se han obtenido incrementos análogos. Por ejemplo, la acuicultura, que era sólo una industria incipiente hace 20 años, proporciona hoy alimentos, empleo e ingresos a millones de personas.

Estos importantes logros han permitido que la producción mundial de alimentos crezca más rápidamente que la población, y que el consumo de calorías per cápita sea en la actualidad un 10 por ciento mayor que a mediados del decenio de 1970.

Nuestro mundo en evolución no deja de deparar sorpresas, tanto buenas como malas. Y aunque puede que no estemos en condiciones de determinar por completo el curso de los acontecimientos, sigo estando convencido de que al menos podemos influir en él. De hecho, en algunos casos nuestra acción puede establecer la diferencia entre la vida y la muerte, el bienestar y la indigencia, el progreso y la frustración para millones de personas. Esto es tan cierto en el caso de Africa como lo es en el de otras regiones en desarrollo de todo el mundo.

Tal vez los problemas más acuciantes sean hoy la escasez de recursos financieros para impulsar el proceso de desarrollo y la consiguiente necesidad de generar el compromiso político necesario para incrementar y encauzar estos recursos con el fin de que contribuyan a mejorar la situación de los pobres respecto a los ricos. La brecha entre pobres y ricos, ampliamente documentada, sigue aumentando en casi todos los países del mundo, y esta situación sólo puede conducir a tensiones y desórdenes cada vez mayores.

No hace mucho tiempo se confiaba en que una parte considerable del llamado dividendo de la paz se asignaría a actividades de desarrollo. En cambio lo han absorbido los programas de establecimiento y mantenimiento de la paz, socorro en situaciones de urgencia, unificación y política interna, así como la reducción del desequilibrio fiscal de las contabilidades nacionales y otras finalidades. La aceleración del proceso de desarrollo y, en los países más pobres del mundo, la agricultura y el desarrollo rural sostenibles serán los elementos decisivos para aliviar estas presiones y factores importantes para evitar nuevos casos de violencia y desintegración social.

Confío en que la comunidad internacional reconocerá que el desarrollo equitativo y sostenible es el único medio para evitar el desembolso de cantidades ingentes destinadas al establecimiento y mantenimiento de la paz y a actividades de socorro y que, por consiguiente, responderá al desafío que plantea la situación actual.

Edouard Saouma
DIRECTOR GENERAL

Agradecimientos

Un equipo de la Dirección de Análisis de Políticas, presidido por F.L. Zegarra e integrado por P.L. Iacoacci, C.E. Rossmiller, J. Skoet, K. Stamoulis y R. Stringer, preparó El estado mundial de la agricultura y la alimentación 1993. S. Di Lorenzo y P. Di Santo prestaron servicios de secretaría, y T. Sadek, G. Arena y Z. Pinna proporcionaron apoyo informático y estadístico.

I. J. Bourke, P. D'Angelo, D.J. Doulman, G. V. Everett, R. Grainger, J. Greenfield, V. Menza, E.B. Riordan, R.B. Singh, S. Teodosijevic y P.A. Wardle prepararon los documentos de antecedentes para el examen mundial.

M. Burfisher, A. Buainain, O. Cismondi, N.J. Cochrane, D. Phiri, S. Pollack, P. Mudbhary, R. Kennedy, y K. E. Wädekin prepararon los documentos de antecedentes para el examen regional.

R. Stringer, con la colaboración de I.A. Carruthers y R. Young, preparó el capítulo especial sobre políticas hídricas y agricultura.

R. Tucker se encargó de la revisión del texto en inglés de El estado mundial de la agricultura y la alimentación 1993; M. Cappucci elaboró los gráficos y M. Criscuolo elaboró el proyecto gráfico junto con C. Ciarlantini. La portada y las ilustraciones fueron realizadas por Studio Page.


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