C 99/INF/9


Conferencia

30º período de sesiones

Roma, 12-23 de noviembre de 1999

Vigésima primera disertación en memoria de McDougall

 

DECLARACIÓN DEL SECRETARIO GENERAL
DE LA ORGANIZACIÓN INTERNACIONAL DE PAÍSES DE HABLA FRANCESA,
SEÑOR BOUTROS BOUTROS-GHALI

Excelentísimos señores,
Señoras,
Señores,
Queridos amigos,

Permítanme decirles lo feliz y honrado que me siento por estar hoy entre ustedes, aquí en Roma, con ocasión del 30º período de sesiones de la Conferencia de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación.

Deseo dar las gracias especialmente al Director General, mi amigo Jacques Diouf, por haberme ofrecido a la vez la ocasión de elogiar la función eminente de esta Organización y de compartir con ustedes hoy una serie de reflexiones sobre los nuevos envites de "la democracia a la hora de la mundialización".

Estas consideraciones podrían parecer bastante alejadas de los desafíos políticos, económicos y sociales que se plantean en el mundo de hoy. Pero permítanme elevarme unos momentos por encima de la realidad internacional cotidiana y esbozar ante ustedes lo que me parece el envite principal de la comunidad internacional del mañana.

Es evidente que hemos entrado en la realidad global, tanto en el terreno económico y financiero como en el de la información.

La globalización de la economía se caracteriza, ante todo, por una comprensión del espacio y del tiempo que suprime la noción misma de distancia y que da a una pequeña fracción de la población la posibilidad de actuar desde lejos sobre el territorio local.

Nos hallamos además en presencia de una minoría extraterritorial, es decir, mundial, que constituye la cima de una jerarquía en cuya base se hallan las poblaciones vinculadas al lugar.

La movilidad, como ha llegado a ser privilegio de unos pocos, constituye una forma de diferenciar a las personas, ahondando cada vez más las desigualdades entre los "mundializados" y los "locales".

Porque, al mismo tiempo, estas notables modificaciones hacen tomar conciencia a la opinión pública internacional y a los estados de que algunos de los principales problemas de la existencia humana son esencialmente problemas transnacionales. Ya sea que se trate, por ejemplo, de la protección del medio ambiente, del control del futuro demográfico o de la lucha contra el hambre en el mundo, resulta hoy en día evidente que todas estas cuestiones se plantean ya a escala planetaria y no pueden comprenderse sino muy parcialmente en el ámbito del estado nacional.

En estas condiciones, vivir sólo localmente en un universo mundializado podría llegar a ser, si no se toman medidas preventivas, un signo de degradación, de desposesión y de exclusión.

Tenemos hoy, por lo tanto, la obligación ineludible de reflexionar sobre un nuevo proyecto de vida colectiva para ofrecer a los estados y naciones, y a los hombres y mujeres del mundo entero, razones concretas para mantener la esperanza.

En esta perspectiva adquiere todo su significado la idea de democracia, de democracia mundial, pero también de solidaridad.

Porque, si no hacemos nada para conducir ese régimen universal a la democracia, se transformará en totalitarismo.

Y si no hacemos nada para obligarlo a la civilización, a la ciudadanía y a una solidaridad de un tipo nuevo, se transformará en máquina de triturar individuos, sociedades e identidades.

Por todo ello, me parece ante todo importante, frente a las nuevas perspectivas de la vida internacional, no sólo promover la idea democrática, sino también pensarla en términos globales. Debemos comprender que, para que la democracia tenga un sentido real, debe ejercerse en todos los lugares donde se concentra el poder. A escala nacional, ciertamente, pero también a escala internacional y a escala transnacional.

Porque la democracia no es sólo una forma de gobierno del estado o entre los estados. La democracia debe ser una forma de ejercer todo poder de cualquier tipo que sea, en la sociedad internacional contemporánea.

Dicho de otra forma, desearía afirmar aquí decididamente que el fenómeno de la mundialización de la economía debe ir unido a un movimiento de mundialización de la democracia.

Esta misión mundial de democratización no puede realizarse sino actuando a todos los niveles en que se ejerce el poder en la sociedad internacional.

Y, a este respecto, desearía presentarles algunas prioridades.

Esta universalidad del imperativo democrático nos impone, en primer lugar, difundir mejor la democracia en el seno mismo del sistema de las Naciones Unidas.

Yo he tenido la ocasión de decirlo muchas veces: la democracia entre las naciones implica que todos los estados, pequeños y grandes, tomen parte en las decisiones que afectan a los asuntos mundiales. Porque solamente en estas condiciones las naciones se respetarán mutuamente y podrán instaurarse entre ellas las condiciones de una paz duradera.

Todavía hace unos pocos años no se hablaba de democratizar el sistema de las Naciones Unidas. Incluso aunque no se haya determinado todavía ninguna solución, la cuestión se plantea hoy en día regularmente en los programas de sus debates.

Ustedes conocen también como yo todos los debates relacionados con la composición del Consejo de Seguridad, su ampliación y su legitimidad.

Precisamente esta misma voluntad explica en gran medida la descentralización que desde hace algunos años ha realizado la organización mundial y que debe proseguirse.

En efecto, desde el final de la guerra fría, las organizaciones regionales están desarrollando un nuevo regionalismo, no ya como esfera de influencia, sino como complemento sano del internacionalismo.

Más aun, en un momento en que aumenta la demanda de una acción internacional, pero disminuye el interés hacia ella, el potencial que representan las instituciones regionales, tanto en el sector de la seguridad y la paz como en el del desarrollo, ha cobrado una renovada importancia.

Tenemos todos en nuestra memoria la cooperación de las Naciones Unidas con la OUA en Somalia, con la OEA en Haití y con Ecomog en Liberia.

La integración de las organizaciones regionales del sistema de las Naciones Unidas, pero también en las relaciones interregionales, constituye un paso importante hacia la democratización de la comunidad internacional.

Pero, como he subrayado al comienzo de esta disertación, esta voluntad de democratización corre el riesgo de verse privada de una parte de su sentido si, al mismo tiempo, los estados carecen de poder a escala mundial y si los nuevos espacios de poder no se rigen también por principios democráticos.

Es evidente que en una sociedad que se globaliza, se reducen el ámbito de aplicación de las decisiones nacionales.

Este cambio de perspectiva impone una nueva obligación: aplicar la idea democrática de la globalización de la vida internacional creando nuevas formas de solidaridad.

En realidad, estoy convencido de que solamente una nueva concepción de la solidaridad permitirá evitar, o al menos mitigar, las inevitables exclusiones que implica en sí misma la sociedad global.

Pero la solidaridad no se establece por decreto. La solidaridad es ante todo la convicción de pertenecer a un mismo mundo. La solidaridad es también el deseo de fundar el futuro en un nuevo contrato social.

La solidaridad no puede, por lo tanto, derivarse sino de un compromiso colectivo, es decir, de la adhesión de los Estados, pero también de los actores privados de la sociedad internacional contemporánea.

Precisamente en esta nueva etapa de la democratización se inscribe la amplia reflexión colectiva realizada estos últimos años en el sector económico y social con ocasión de conferencias internacionales dedicadas a grandes problemas transnacionales que condicionan el futuro y la evolución de la humanidad.

Es preciso comprender en este espíritu las conferencias de Río de 1992, de Viena de 1993, de El Cairo de 1994, de Copenhague de 1995, de Pekín de 1996. Y, también en 1996, la Cumbre Mundial sobre la Alimentación que se celebró aquí mismo, en la sede de la FAO.

Al invitar a todos los Estados a empeñarse en las cuestiones relacionadas con el futuro global del planeta, las Naciones Unidas han demostrado su voluntad de pasar, sin solución de continuidad, de la concertación entre estados a la cooperación transnacional, y de instituir una auténtica asamblea democrática del planeta.

Sin embargo, todo ello sigue siendo insuficiente porque, en último término, no se podrá hacer realmente nada sin la voluntad decidida de la gran mayoría de los Estados de empeñarse en los asuntos del mundo.

Porque se ve claramente hoy en día que sólo una pequeña proporción de los Estados quiere desempeñar plenamente su función dentro del sistema de las Naciones Unidas o en la escena internacional.

Tenemos todos presente el ejemplo de estados de pequeñas dimensiones o poco poblados y con un modesto potencial económico o militar, pero que ejercen una influencia importante.

Al contrario, hay otros Estados, económica y políticamente potentes, que se abstienen de comprometerse en la escena internacional, aduciendo en muchos casos limitaciones políticas o constitucionales internas.

Ahora bien, estoy convencido de que no será posible la democratización a escala internacional, ni una solidaridad activa, mientras haya algunos que hagan la elección del inmovilismo.

Pero, como he señalado, este movimiento de democratización debe ir más lejos. Exige también la participación de los actores privados.

A este respecto, la empresa transnacional es hoy en día un centro fundamental de poder a escala planetaria. En cuanto tal, es preciso que esté asociada más estrechamente a las decisiones internacionales.

Sin embargo, debe aceptar también la necesidad de incluir las perspectivas de interés general y del bienestar colectivo en sus estrategias económicas. Porque todos tenemos conciencia de que hoy en día no se puede ya ni preconizar algún tipo de planificación general, ni dejar que la ley del lucro rija el porvenir económico del mundo y de las generaciones futuras.

Es indispensable, por tanto, introducir a las empresas transnacionales en el proceso de democratización, para que aparezcan no como predadores que no hacen caso de las insuficiencias del orden social internacional, sino, al contrario, como actores del desarrollo y promotores fundamentales de la integración social.

Esta participación de las empresas en el desarrollo de un nuevo orden social transnacional es aún más importante en estos momentos en que el debilitamiento de los medios de control estatal, la mayor permeabilidad de los territorios que señalaba al comienzo, y el desmembramiento de los intereses económicos nacionales exigen inventar nuevas reglas y nuevas prácticas en un entorno de competencia.

Estoy convencido de que, para conseguirlo, es necesario hacer participar a los grandes responsables económicos privados en la elaboración de tales reglas. Por medio de la democratización de la adopción de decisiones y la reglamentación, la empresa transnacional podrá participar en la instauración de un nuevo orden social y sentirse, también ella, de algún modo ciudadana del mundo.

Desearía insistir, por último, en la importancia que atribuyo a la función de las organizaciones no gubernamentales en el proceso de democratización de la sociedad mundial. En efecto, para fundar una democracia abierta y viva, es preciso tener en cuenta no sólo la voluntad de los sujetos políticos y el comportamiento de los agentes económicos, sino también las aspiraciones de los actores sociales y culturales.

Las organizaciones no gubernamentales son un elemento fundamental de la representación del mundo contemporáneo. Y su participación en las organizaciones internacionales es en cierto modo una garantía de la legitimidad política de estas últimas. En todos los continentes las ONG se están multiplicando incesantemente. Su número ha aumentado de 1 300 en 1960 a 36 000 en 1996. Y se acaban de reunir hace unas pocas semanas en Seúl en una Conferencia internacional.

Estas novedades son inseparables de la aspiración a la libertad y la democracia que anima hoy la sociedad internacional de distintas formas.

Desde este punto de vista, tenemos también necesidad de la participación de la opinión pública internacional y del poder de sensibilización, información y movilización de los medios de difusión.

Al esbozar así ante ustedes lo que podría constituir un nuevo orden social y democrático en la sociedad global del presente, tengo plena conciencia de que me he lanzado a una reflexión bastante prospectiva.

Pero sigo convencido de que son los valores éticos, en cuanto realidades económicas, los que fundan, legitiman, estructuran y rigen las sociedades.

Es posible que la comunidad internacional sea ante todo una sociedad de finalidad. Debe basarse en una percepción democrática y universal del futuro para poder construirse y superarse sin cesar.

Era esto, Excelentísimos señores, señoras y señores, lo que quería decirles hoy. Y es aún mayor mi placer al decir, en esta sede de la FAO, que compartimos los mismos objetivos, que compartimos la misma voluntad de cooperar, como lo testimonia el acuerdo que hemos firmado recientemente entre la FAO y la Organización internacional de países francófonos, y que sabemos que la paz no es sólo una cuestión política, sino también un problema de desarrollo económico.

Todos y cada uno debemos tener bien presente que el subdesarrollo es causa de trastornos políticos.

Digámoslo claramente, el hambre es tan insoportable como la guerra.

Y solamente nuestra movilización, la de la organización universal y las organizaciones regionales, permitirá avanzar hacia este mundo que es el de nuestros ideales y por el cual luchamos.

Muchas gracias.