La lucha contra el hambre en el mundo se encuentra actualmente en claro retroceso. Según la primera evaluación global sobre seguridad alimentaria realizada tras la pandemia de COVID-19, un 30 % de la población mundial está en situación de inseguridad alimentaria y el 42 % no puede permitirse una dieta saludable. Para 2030, se espera que cerca de 600 millones de personas padezcan hambre, lo que nos situaría más lejos que nunca de alcanzar el objetivo mundial de «hambre cero».

Los datos sobre el hambre en el mundo son preocupantes y hablan por sí solos: la pandemia, la guerra en Ucrania y una crisis climática que no para de agravarse han sacudido los cimientos sobre los que se asienta el sistema alimentario, dejando al descubierto su falta de resiliencia. Durante los últimos tres años, los mercados de productos básicos y las cadenas de suministro en manos de multinacionales se han resentido a causa de problemáticas emergentes. En efecto, los bloqueos al transporte de cereales, la carestía de los fertilizantes, las prohibiciones a la exportación, la volatilidad en los precios de los alimentos, las cosechas perdidas y los estantes vacíos han pasado a formar parte de nuestra nueva normalidad.

Las interrupciones repentinas en las cadenas de suministro propiciadas por la pandemia de COVID-19 pusieron en riesgo la exportación de soja brasileña, que representaba el 34 % del comercio mundial de esta leguminosa. En EE. UU., los/as trabajadores/as del sector agrícola se vieron obligados/as a sacrificar 10 millones de cabezas de ganado porcino y a tirar 14 millones de litros de leche al día debido al cierre de explotaciones y a la suspensión de las adquisiciones. Por su parte, el caos que se generó en los mercados en 2022 hizo escalar los precios hasta en un 15 %, con la consiguiente restricción del flujo de importaciones de alimentos básicos hacia poblaciones que sufren inseguridad alimentaria.