Aunque las mujeres tienen una participación significativa en las actividades económicas rurales de América Latina y el Caribe, a menudo su trabajo es invisibilizado en las encuestas y los censos nacionales y agropecuarios, así como en sus propias comunidades.

Además, las mujeres reciben una doble carga laboral, siendo responsables de trabajo no remunerado como la educación de los hijos, el cuidado de los más pequeños y mayores, así como la alimentación de la familia o el aprovisionamiento de agua y leña.

Las mujeres rurales también tienen un menor acceso que los hombres a recursos y servicios productivos como tierra, agua, crédito y capacitación. En el caso de las mujeres indígenas y afrodescendientes rurales, la situación es todavía más injusta.

En suma, los desafíos que enfrentan las mujeres rurales se originan en la falta de autonomía: son vulnerables a la violencia de género, tienen dificultades para generar ingresos propios y cuentan con una escasa participación en la toma de las decisiones que afectan a sus vidas, sus familias y sus comunidades.

Pero incluso con la precariedad laboral, la mínima protección social, la inseguridad económica y un limitado control sobre sus vidas, las mujeres rurales están ahí, produciendo alimentos, preservando saberes ancestrales, luchando contra la pobreza, adaptándose al cambio climático y restituyendo la paz en nuestra región.

Y es que las mujeres rurales, indígenas y afrodescendientes han sido, hasta ahora, nuestras aliadas ignoradas en la lucha contra el hambre y la pobreza.

Ahora es el momento de cambiar esta situación, porque no habrá desarrollo sostenible si primero no eliminamos las desigualdades entre hombres y mujeres en el mundo rural.