PARAGUAY

Excmo. Sr. Juan Alfonso Borgognon, Ministro de la Agricultura y Ganadería de la República del Paraguay


Quiero prestar la complacencia de mi delegación de ver a Italia, el país anfitrión de este evento, presidir nuestras sesiones. La presencia en el día de ayer del Santo Padre, del Presidente de la República Italiana y del Secretario General de las Naciones Unidas, así como sus atinadas palabras, han subrayado plenamente la trascendencia para la humanidad que esta Cumbre marcará sin duda un duelo derrotero, a seguir por parte de esta Organización. La seguridad alimentaria y la superación del hambre nos congregan hoy, en esta convocatoria universal, evidenciando la firme disposición de los gobiernos y pueblos de todo el mundo, a respetar profundamente el problema alimentario y a movilizar todas sus fuerzas para alcanzar niveles crecientes de acceso equitativo a los alimentos, en un marco de solidaridad generalizada y visión compartida de desarrollo, como desarrollo humano.

Ciertamente, hemos logrado un enorme progreso en nuestras conquistas tecnológicas, en nuestras estrategias de globalización y en nuestros instrumentos de comunicación. Mejoramos ostensiblemente nuestros patrones de ordenamiento jurídico-político y estamos llegando quizá, al punto de universalización de la democracia. Pero aún con todo este impresionante arsenal de modernización y crecimiento, no hemos podido evitar todavía que seres humanos sucumban diariamente en el estado más primitivo de supervivencia biológica, donde el alimento marca la diferencia entre la vida y la muerte. No hemos podido desterrar aún la privación básica del género humano: el hambre.

No voy a repetir aquí las impresionantes cifras que revelan el estado de necesidad en que sobrevive una enorme proporción de la humanidad, porque el problema no se dimensiona realmente por su extensión. Un niño hambriento pesa tanto como el hambre de muchos pueblos. Y ese peso colosal, ese lastre vergonzoso, es la medida de la deuda que hemos contraído todos con nosotros mismos, con nuestros hijos y con los hijos de nuestros hijos.

Una humanidad hambrienta es, seguramente, la indicación más precisa de la vacuidad de nuestro progreso material. Pero más pragmáticamente, es la voz de alerta que nos advierte sobre el desatino de nuestros derroteros. Quizá hemos insistido demasiado en las fórmulas de crecimiento desigual, olvidando que el rezago de unos no puede ser compensado con el bienestar de otros. Estas compensaciones son meras fantasías que nos hemos fabricado para olvidar nuestro compromiso con el prójimo.

La miseria y el hambre de millones de seres humanos nos dicen, claramente, que nuestros enfoques de crecimiento, nuestras estrategias para contribuir al bienestar, deben ser profundamente revisados.

Hoy, más que nunca, nuestros destinos se han complicado en una trama de interacciones que impide proyectar desarrollos inconexos.

La solidaridad no es ya un simple sentimiento humanitario, sino una necesidad surgida del nuevo relacionamiento internacional. Tarde o temprano, el hambre de cualquier grupo humano ha de afectar nuestras posibilidades internas de desarrollo, nuestra estabilidad política y el futuro de nuestras conquistas democráticas. El crecimiento solitario debe ser definitivamente sustituido por el crecimiento solidario.

Nuestros programas nacionales de gobernabilidad y desarrollo se insertan en un entorno dominado por las iniciativas de integración. Contamos por consiguiente con las condiciones requeridas para impulsar, desde los proyectos de integración regional y mundial, el diseño y la aplicación de políticas que encaren con firme decisión los problemas actuales de malnutrición, inseguridad alimentaria y socavamiento de nuestros recursos naturales.

La integración impone, por su propia naturaleza, la adecuación y compatibilización de políticas macroeconómicas, entre las cuales deben adquirir hoy una legítima carta de ciudadanía, las políticas nacionales y regionales de alimentación y nutrición.

Son estas políticas globales las que pueden generar cambios significativos en los parámetros más dramáticos del problema. Está visto, por otro lado, que las soluciones puntuales, microlocalizadas y desconectadas de las grandes estrategias de desarrollo nacional o regional, sólo han tenido impactos limitados o temporarios.

El hambre que todavía impera en el mundo obliga a introducir severos ajustes en las modalidades históricas de desarrollo que nuestros gobiernos han adoptado, así como la destrucción de nuestro acervo ecológico movió a introducir el componente ambiental como elemento imprescindible en los nuevos enfoques de desarrollo.

El foro que nos suministra hoy la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación, cuya dirección se encuentra en las idóneas manos del Doctor Jacques Diouf, a quien tuve la oportunidad de conocer personalmente en las sesiones de la Conferencia Regional para América Latina y el Caribe, me induce a destacar que existe un ámbito propicio para la generación de nuevos paquetes de asistencia internacional, orientados a la configuración de estrategias regionales y mundiales de alimentación y nutrición. No existe otra forma de abordar con eficacia este problema cuya historia nos interpela de manera tan acuciante, y cuyo futuro nos obliga a dimensionarlo en su escala universal.

Sólo me resta desear que estas jornadas nos permitan avanzar en el hallazgo de soluciones, en el convencimiento de que ellas no favorezcan solamente a los pueblos que hoy sufren hambre, sino que revertirán en beneficios inconmensurables para todas las naciones que quieren para sus hijos un futuro de paz y democracia.


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