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Desarrollo sostenible: ¿Qué se debe a las generaciones futuras?

T. Hurka

Consideraciones sobre las consecuencias del concepto de desarrollo sostenible.

Thomas Hurka es miembro del Departamento de Filosofía de la Universidad de Calgary, Alberta, Canadá.

Nota: Este articulo es una adaptación, con el permiso del autor, de una comunicación presentada en una conferencia sobre Etica medioambiental, sostenibilidad, competición y silvicultura, celebrada los días 23 y 24 de octubre de 1992 en la Universidad de Columbia Británica. La conferencia fue patrocinada por el Centre for Applied Ethics de dicha Universidad y el Goethe Institut de Vancouver. Las comunicaciones se publicaron en el volumen Environmental ethics: sustainability, competition and forestry. A working papar. C.J. MacDonald, ed., 1992. Vancouver, Canadá, Centre for Applied Ethics, University of British Columbia.

El concepto de desarrollo sostenible, en especial tal como se propone en el informe Nuestro futuro común de la Comisión Brundtland (Comisión Mundial sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo, 1987), es un intento de conjugar dos exigencias éticas. La primera es la demanda de desarrollo, que incluye el desarrollo o crecimiento económico, y surge de las necesidades o deseos de las generaciones presentes, sobre todo de aquellos grupos pobres cuya calidad de vida es baja y que necesitan medios para elevarla. La segunda es la demanda de sostenibilidad, es decir la seguridad de que no se sacrifique el futuro en aras de ganancias presentes.

Como reconoce la Comisión Brundtland, estas dos aspiraciones pueden crear un conflicto. En efecto, el crecimiento o desarrollo económico es a menudo origen de amenazas para el medio ambiente. Pero la Comisión cree que ambas demandas pueden equilibrarse, que pueden encontrarse políticas que respondan a ambas en medida razonable o que cubran las necesidades del presente sin comprometer la capacidad de generaciones futuras para cubrir las suyas. No han faltado críticas a la Comisión desde posiciones menos optimistas. Ciertos ecologistas sostienen que toda referencia al desarrollo como ideal ético proyecta sombras sobre la voluntad de proteger el medio ambiente; el desarrollo sostenible, afirman, no es un ejercicio de equilibrio, sino una contradicción en los términos. Los partidarios del desarrollo, por su parte, arguyen que las restricciones a la actividad económica propuestas en nombre de la sostenibilidad tendrán costos inaceptablemente elevados en forma de renuncia al crecimiento y a la prosperidad.

La Comisión Brundtland concentró sus debates sobre la cuestión de la coherencia de su idea central. Pero los debates han tendido a aceptar como algo obvio la formulación dada por la Comisión al ideal y a las exigencias éticas que lo componen. Estas formulaciones, no obstante, son vagas: la preocupación por las «necesidades del presente» o las «necesidades» de generaciones futuras puede referirse a diferentes cosas. En este artículo se examina esta cuestión filosófica y se plantea la pregunta acerca de lo que se puede deber efectivamente a las generaciones futuras en concepto de sostenibilidad.

Aunque puedan entrar en conflicto, las dos exigencias éticas que encierra el concepto de desarrollo sostenible tienen una base paralela. La Comisión Brundtland parte del supuesto de que las necesidades de los demás nos interpelan moralmente, y formula una «ética de resultados». Da por supuesto que existe un deber de producir buenos resultados para el pueblo, o de impedir malos resultados, cualquiera que sea la causa de éstos. Y sostiene también que este deber no se extingue con la distancia en el espacio o en el tiempo. El lugar donde vive una persona necesitada no influye sobre el deber de socorrerla. Análogamente, el hecho de que una persona ha de vivir en otra generación o en otro siglo no exime al individuo de su deber de preocuparse por sus necesidades. El sufrimiento dentro de cien años será tan real como el sufrimiento presente, y reclama de la misma manera medidas para evitarlo. Como el deber para con los habitantes de áreas subdesarrolladas, el deber para con generaciones futuras surge cuando se combina una ética de resultados con un principio de imparcialidad: imparcialidad respecto a la ubicación espacial en un caso, y respecto a la ubicación temporal en otro.

Tal es la base teórica de la sostenibilidad, según la Comisión Brundtland. La imparcialidad temporal se refleja en el equilibrio buscado entre las «necesidades del presente» y las necesidades de generaciones futuras, o en la admisión implícita de que ambas categorías de necesidades tienen igual peso moral. Hay, no obstante, interpretaciones diferentes de la equidad en el interés solícito por las generaciones, o formas diferentes que puede adoptar la preocupación temporalmente imparcial por las necesidades o los intereses de otros.

Se deberían valorar los progresos del bienestar en el tiempo, y en particular no se debería anteponer un adelanto menor en el bienestar presente a adelantos mayores en el futuro. Antes bien, se debería aspirar a la máxima suma de adelantos en el bienestar a través de los tiempos, o al predominio del bien sobre el mal en todas las vidas humanas, contabilizando las vidas futuras lo mismo que las presentes.

Esta opinión aplica el concepto del utilitarismo al deber para con las generaciones futuras. Jeremías Bentham sostiene que cada uno cuenta por uno y nadie por más de uno, en el sentido de que el adelanto en una unidad en la calidad de vida para una persona no cuenta ni más ni menos que el adelanto en una unidad para otra. El objetivo moral debe ser siempre producir el máximo de tales adelantos, quienquiera que sea el que los disfrute.

El utilitarismo ha sido muy debatido por los filósofos, y se le han opuesto muchas objeciones, dos de las cuales son aquí muy pertinentes. Primeramente, el utilitarismo es una doctrina moral muy exigente, incluso en exceso. Si el individuo tiene el deber de producir siempre el mejor resultado, cada vez que se le presente la posibilidad de aumentar el bienestar de los demás o el suyo propio - es decir, casi en cualquier momento - tendrá el deber moral de hacerlo. No hay tiempo fuera de la moral, no hay descanso moral, no hay nada que se parezca a una vacación moral. Está siempre obligado a sacrificar algo en aras de los beneficios en alguna parte. En segundo lugar, el utilitarismo puede favorecer distribuciones desiguales del bienestar, y en particular puede imponer fuertes privaciones a unos pocos para obtener ventajas para la mayoría. Dada su interpretación de la imparcialidad, el utilitarismo contabilizará las privaciones de los pocos como un costo moral, pero si produce beneficios suficientes para otros quedará compensado, y podrá aprobarse finalmente una grave desigualdad.

Estas dos objeciones van juntas cuando se aplica el utilitarismo a generaciones futuras. Si la calidad de la vida mejora a través del tiempo, gracias al crecimiento económico y a la innovación tecnológica, las generaciones que salen peor paradas en la historia son las más antiguas. Pero tienen un deber muy exigente de sacrificarse por las generaciones futuras, por ejemplo, haciendo inversiones más bien que consumiendo recursos. Las generaciones más antiguas, pese a su calidad de vida relativamente baja, tienen el deber imperativo de sacrificar su calidad de vida en beneficio de gentes que, quienquiera que sean, estarán bastante mejor que aquellas.

Algunos filósofos, sensibles a la fuerza de estas objeciones, han propuesto sustituir el utilitarismo relativo a las generaciones futuras por una doctrina igualitaria distinta. No se considera ya simplemente la suma de beneficios a través de las generaciones, sino también su distribución equitativa, o la igualdad intergeneracional. No se sacrifican generaciones de peor suerte en atención a generaciones más afortunadas, sino que se aspira de algún modo a la igualdad entre ellas.

Esta doctrina igualitaria puede adoptar varias formas, pero una versión interesante es la propuesta por Brian Barry (1983). Según Barry, cada generación tiene el deber de transmitir a sus sucesoras un caudal total de recursos y oportunidades igual por lo menos al que ha poseído. Las generaciones que gozan de condiciones favorables de vida deben transmitir la vida a sus sucesoras en circunstancias similares; las generaciones menos afortunadas no están obligadas a tanto.

Diversos aspectos merecen notarse en las ideas de Barry. Ante todo, se refieren al deber para con las generaciones futuras no en atención a su bienestar o la calidad de su vida, sino en atención a su conjunto de oportunidades. Si se deja a las generaciones que nos sucedan la oportunidad de una alta calidad de vida pero ellas no la aprovechan - si despilfarran los recursos que les han sido dejados -, la culpa será suya y no nuestra, y no habremos incumplido nuestro deber. Además, la referencia a un conjunto total de oportunidades permite variaciones en cuanto a la forma de cumplir el deber en distintas épocas de la historia. Hablar de un conjunto de oportunidades permite sopesar distintos tipos de oportunidades: recursos, tecnología, inversiones de capital, calidad del medio ambiente.

Así entendida, la doctrina igualitaria no exige grandes sacrificios a las generaciones anteriores; al contrario, nunca pide que una generación se sacrifique en beneficio de gentes que tendrán una posición más holgada que aquélla. Este planteamiento parece cercano a algunas de las intenciones de la Comisión Brundtland. El utilitarismo relativo a las aciones futuras se armoniza bien con la idea abstracta de imparcialidad en el tiempo, pero la doctrina igualitaria se adapta al lenguaje específico del desarrollo sostenible. El término «sostenible» evoca así un proceso constante en el tiempo. Esto es precisamente lo que ocurre si cada generación transmite un conjunto igual de oportunidades a las que la suceden: el nivel de oportunidades alcanzado se sostiene a través del tiempo. Y la atención prestada a las oportunidades concuerda con la concepción del desarrollo: lo que se sostiene no es la calidad de vida en sí, sino las actividades económicas y otras que hacen posible esa calidad de vida. Lo que asegura el desarrollo sostenible es la «capacidad de las generaciones futuras para satisfacer sus propias necesidades»; lo que se transmite son sólo oportunidades.

¿Es pues la doctrina igualitaria la mejor para fundamentar el deber para con las generaciones futuras? Parece haber al respecto dos objeciones importantes.

La primera objeción es el reverso de uno de los postulados de la doctrina. El planteamiento igualitario no es exigente en exceso con las generaciones antecedentes para que hagan sacrificios en beneficio de las ulteriores, pero ello se debe a que no plantea tales exigencias: las generaciones antecedentes no necesitan hacer nada por las ulteriores. Por supuesto que esto es ir demasiado lejos; es claro que cada generación tiene en parte la responsabilidad de hacer posible a sus sucesoras una vida mejor que la suya. Un ideal de sostenibilidad, o de nivel constante de bienestar a través del tiempo, puede ser sugestivo si se supone que se comienza en un nivel alto de bienestar, pero no lo es si se comienza en un nivel bajo. No es nada estimulante la propuesta de mantener constante un nivel de miseria. Puede que el deber de mejorar las condiciones para las generaciones futuras no sea tan riguroso como pretende el utilitarismo, pero tal deber sin duda existe.

La segunda objeción es más abstracta y se refiere a la forma en que los igualitarios formulan juicios comparativos. Imaginemos que yo tengo una buena posición y que usted sufre penuria. El igualitarismo dice que la razón por la que yo debo ayudarle es que usted está peor que yo. Pero cabe dudar de que esta sea la verdadera razón. La verdadera razón es simplemente que usted sufre penuria, al margen de cualquier comparación conmigo; es la condición en que usted se encuentra, en sí misma, la que genera mi deber. La inclinación igualitaria hacia los juicios comparativos no conduce a una diferencia práctica en este caso, ya que lleva de todos modos a la buena conclusión: que yo debo ayudarle a usted. Pero en otros casos sí hay diferencia. Imaginemos que mi posición es muy buena y que la de usted, aunque también muy buena, es algo inferior a la mía. Según el igualitarismo, yo tengo la misma razón para ayudarle a usted que en el primer caso, pues usted está peor que yo. Pero no está claro que haya necesidad alguna de ayuda en este caso. Si está usted en una posición muy buena en sí misma, ¿por qué he de tener yo el deber de mejorarla?

La reflexión sobre estas objeciones lleva a una tercera forma de ver el deber para con las generaciones futuras. El deber del individuo presente no es hacer las condiciones de las generaciones futuras tan buenas como sea posible, como sostiene el utilitarismo, ni tampoco tan buenas como las nuestras, como dice el igualitarismo. El deber del individuo presente es sólo hacer las condiciones de las generaciones futuras razonablemente buenas. Si se sigue el utilitarismo y se formula el deber con referencia a la calidad de vida, se dirá que se tiene un deber de dar a las generaciones futuras una calidad de vida razonable. Barry mostraba que la justicia tiene por objeto propiamente las oportunidades. Si se aceptan estos argumentos, se formulará que cada generación tiene el deber de transmitir a la que la suceda un conjunto de oportunidades que posibiliten una calidad de vida razonable, o un conjunto razonable de oportunidades. Si una generación puede transmitir un conjunto mejor de oportunidades, que posibilite una calidad de vida más razonable, será algo positivo o incluso admirable. Pero no es un deber.

Esta doctrina se apoya en una idea para la que los economistas han acuñado el término «satisfaciente» (satisficing), con el sentido de «hacer satisfactorio». Esto quiere decir que, en general, los agentes racionales no luchan obsesivamente para obtener los mejores resultados posibles sino que se conforman cuando llegan a uno bueno.

Las exigencias presentadas a las generaciones antecedentes son intermedias a las del igualitarismo y del utilitarismo. Las generaciones antecedentes tienen realmente un deber para con las que siguen; deben ayudar a sus descendientes a vivir vidas razonablemente buenas. Pero si sus propias vidas no son razonablemente buenas, pueden ponderar el cuidado de sus propios intereses frente a su deber con sus descendientes. Además, la doctrina modera las demandas de las generaciones venideras. Si las oportunidades actuales permiten a los individuos una calidad de vida mucho más que razonablemente buena, se faltará a un deber de «hacer satisfactorio» si se transmite a las generaciones sucesoras un conjunto menor de oportunidades, siempre que tal conjunto sea razonablemente amplio, es decir sobre cierto nivel.

La doctrina satisfaciente concuerda con una parte importante del lenguaje de la Comisión Brundtland, cuando ésta habla de necesidades, como en las necesidades del presente, o la capacidad de las generaciones futuras para satisfacer sus propias necesidades. Normalmente se contraponen las necesidades de la gente a sus deseos, o a lujos, o a cosas que les benefician pero de manera menos significativa o menos compulsiva moralmente. Las necesidades no son todo lo que importa para una vida de calidad, pero son lo primero y tienen una cierta prioridad. Es natural definir esta prioridad en términos de satisfacción: las necesidades de la gente son aquello que debe satisfacerse para tener una vida de calidad razonable, mientras que los deseos y los lujos contribuyen a una vida todavía mejor. Y las necesidades tienen prioridad porque el deber hacia los demás es únicamente hacer sus condiciones de vida razonablemente buenas. De ahí que hablar de necesidades, como hace la Comisión Brundtland, es hablar de satisfacción de las mismas.

Hay sin embargo un conflicto entre la sostenibilidad que postula la Comisión y sus referencias a las necesidades. Sostenibilidad evoca un nivel de bienestar constantemente mantenido en el tiempo, y un deber que se infringe en caso de que empeoren las condiciones de vida. Pero hablar de necesidades es dar cabida a tal empeoramiento: si el deber de una generación acomodada para con sus sucesores se refiere sólo a las necesidades de éstos, no hará nada malo si les deja un poco menos que su propio conjunto abundante de oportunidades. De hecho, mencionar necesidades es tolerar un constante descenso en las condiciones de vida, siempre que éstas permanezcan por encima de cierto nivel. El problema en el mundo de hoy no es que la gente se sienta tentada a sacrificar más de lo preciso para las generaciones futuras; es que no parece percatarse de sus deberes hacia el futuro. Hay una dificultad filosófica respecto a la mejor manera de calibrar el deber respecto a las generaciones futuras, y es aquí donde chocan los conceptos de sostenibilidad y necesidades. Lo fundamental son las necesidades: es la condición de la humanidad futura en sí misma la que importa, no su comparación con nuestra condición. No son nuestros privilegios los que implican responsabilidades, sino la posible pobreza de nuestros descendientes. Por consiguiente, la doctrina «satisfaciente» es la mejor para fundamentar tanto nuestro deber hacia las generaciones futuras como el desarrollo sostenible.

En sus formulaciones iniciales, las doctrinas igualitaria y satisfaciente tratan a cada generación como un todo: la generación presente en conjunto tiene un deber de transmitir ciertas condiciones de vida a las generaciones sucesivas globalmente. Pero las generaciones se componen de individuos, y son las condiciones de vida de esos individuos las que importan moralmente. Por lo tanto, las exigencias de la doctrina no quedan satisfechas si sólo algunos o incluso un número razonable de los individuos de una generación futura viven bien; todos deben tener acceso a una vida buena. Desde el presente, no podemos garantizar la distribución adecuada de las condiciones de vida de una generación futura, pero el objetivo es que todos sus miembros puedan gozar de un bienestar razonable.

La cuestión del crecimiento y el tamaño de la población es especialmente apremiante para la doctrina utilitaria. Como lo que interesa a esta doctrina es producir los mejores resultados posibles, debe decidir si producir una población mayor es mejor, en igualdad de las demás circunstancias, que producir una menor, y, en caso afirmativo, cuál es el valor del crecimiento demográfico frente al valor negativo de su resultado probable: una calidad de vida inferior. Las doctrinas igualitaria y satisfaciente no necesitan tratar estas cuestiones en sí mismas. Se muestran neutrales ante la cuestión de si, siendo iguales los demás factores, es mejor una población más numerosa, o incluso si hay un deber de evitar la extinción de la especie humana. Sostienen tan sólo que, si hay generaciones futuras, se les deben ciertas condiciones de vida. Es preciso pues completar las doctrinas con definiciones sobre el deber (si existe) de producir algún número de vidas humanas. Cualesquiera que sean estas definiciones complementarias, las cuestiones de tamaño de la población afectarán al núcleo del deber satisfaciente. Ya que este deber consiste en asegurar que cada miembro de una generación futura disfrute de condiciones de vida razonables, las exigencias serán mayores cuantos más habitantes haya. A más población futura, se tendrá que transmitir un mayor conjunto de recursos, capital y naturaleza no esquilmada para que cada individuo tenga un suministro razonable. Y si no puede transmitir este conjunto mayor, y producir una población mayor no es un deber, la consecuencia es el deber de producir una población menor. Si no se quiere faltar al deber para con las generaciones futuras - asegurar a cada individuo una vida razonable - se debe frenar el crecimiento demográfico.

Hasta aquí se ha analizado lo «sostenible» del desarrollo sostenible y la interpretación del deber imparcial respecto a generaciones futuras. Pero la Comisión Brundtland acepta también un deber de imparcialidad respecto a los pueblos de los países en desarrollo, y las mismas opciones interpretativas se plantean aquí. Considerados los países en desarrollo desde una perspectiva utilitaria, se debería aspirar a la mayor suma total de beneficios para todos en todos los países, valorando el adelanto en una unidad en un país ni más ni menos que en otro; la perspectiva igualitaria dice que los países desarrollados deben ayudar a los países en desarrollo a alcanzar un nivel de oportunidades igual al suyo; y según el enfoque satisfaciente los países desarrollados deberían ayudar a los países en desarrollo a alcanzar un nivel de oportunidades razonablemente alto. Los argumentos paralelos a los que abogan por la doctrina satisfaciente en el contexto intergeneracional son también aplicables en el contexto internacional, y el principio satisfaciente es válido tanto a través del tiempo como a través del espacio: todos los individuos han de aspirar a condiciones de vida razonablemente buenas tanto para sus descendientes como para otros pueblos. El debate sobre la coherencia de un desarrollo sostenible consiste entonces en saber si estos dos objetivos son compatibles. Quienes critican a la Comisión dicen que no lo son: no podemos ofrecer oportunidades razonables tanto a nuestros descendientes como a pueblos contemporáneos de otros países. La Comisión cree que podemos. Pero el debate es empírico, sobre la posibilidad de satisfacer dos demandas satisfacientes paralelas, surgidas cada una de una interpretación satisfaciente de una ética imparcial de resultados.

Cabe ahora considerar la relación entre desarrollo sostenible y competitividad. Si hay una moral implícita en la idea de competitividad, ¿es compatible esta moral con el ideal de desarrollo sostenible? En teoría la respuesta debe ser negativa. El término competitividad no suele ser usado por quienes se preocupan imparcialmente por los pueblos de todos los países. Por el contrario, suele atraer a quienes son competitivos y quieren que su propio país progrese más que otros o por lo menos se interesan más por el progreso de su país que por el de otros. Por ejemplo en Canadá, los promotores de la competitividad canadiense no verían con buenos ojos que la marcha de la economía llevase a transferir riqueza de canadienses acomodados a gente más pobre en países en desarrollo; al contrario, lamentarían esta pérdida de competitividad. Pero el ideal de desarrollo sostenible formulado por la Comisión Brundtland aplaudiría tal transferencia como ayuda para satisfacer las necesidades de los más menesterosos.

Una moral de competitividad puede asumir parte del ideal de desarrollo sostenible, a saber, su preocupación imparcial por el futuro. Se puede así cuidar la competitividad a largo plazo más bien que a corto plazo, es decir que importe la competitividad de los canadienses no simplemente ahora sino en un futuro lejano. Al administrar los bosques de Columbia Británica, por ejemplo, se puede cuidar de no esquilmar los bosques hoy para obtener ganancias rápidas, sino practicar una silvicultura sostenible, manteniendo un recurso que nuestros descendientes podrán utilizar y que proporcionará puestos de trabajo lo mismo que hoy. Este interés limitado por la sostenibilidad - simplemente aquí, sólo para canadienses - es ciertamente compatible con una cierta competitividad, la competitividad a largo plazo. De hecho, ambos intereses parecen idénticos: mantener una serie de oportunidades para los canadienses del futuro parece indisociable de promover la competitividad canadiense a largo plazo. Pero lo que aquí coincide con la competitividad a largo plazo no es el desarrollo sostenible en el pleno sentido de la Comisión Brundtland, que requiere un interés imparcial por todos los pueblos. El desarrollo sostenible, según la Comisión, «requiere que se satisfagan las necesidades básicas de todos y que se ofrezca a todos la oportunidad de una vida mejor». Y presupone crecimiento económico, porque «tal crecimiento es absolutamente esencial para mitigar la pobreza que se acentúa en gran parte del mundo en desarrollo». En comparación con estas observaciones, el ideal de competitividad canadiense a largo plazo, o cualquier ideal de sostenibilidad meramente local, parecen incompletos e incluso internamente contradictorios. El desarrollo sostenible en su pleno sentido encierra dos exigencias paralelas de imparcialidad, en el tiempo y en el espacio. Pero ¿cómo aceptar una de estas exigencias y no la otra? ¿Cómo suscribir la preocupación por los canadienses futuros, aceptando que la lejanía temporal no extingue los deberes morales, pero rechazar la preocupación por los no canadienses, que están lejos sólo en el espacio? Mientras que el ideal de desarrollo sostenible tiene una coherencia interna, el de competitividad local a largo plazo parece incoherente.

Hay otra diferencia teórica entre competitividad y desarrollo sostenible. El desarrollo sostenible se ha interpretado desde la perspectiva satisfaciente que se refleja en la forma en que la Comisión Brundtland habla de necesidades. Según esta perspectiva, se tiene un deber de facilitar a los demás el goce de condiciones razonables de vida, pero cualquier interés que ellos tengan más allá de tales condiciones por ejemplo, el interés de satisfacer simples deseos o adquirir bienes de lujo no nos obliga. Y lo que es cierto de los demás lo es también para nosotros: cualquier interés que nosotros tengamos en forma de simples deseos o lujos carece de peso moral. Supóngase que nosotros estamos en posición muy acomodada, y que la reducción de nuestro bienestar imprescindible para satisfacer necesidades apremiantes de otros nos dejará todavía en posición razonablemente acomodada. Para la doctrina satisfaciente, esa reducción que experimentaríamos no tiene peso moral frente a la exigencia de satisfacer las necesidades de otros. No es que cuente algo pero que las ventajas para los menesterosos pesen más, como en la doctrina igualitaria; en la doctrina satisfaciente no cuenta nada en absoluto.

Una versión satisfaciente del desarrollo sostenible es pues una ética de límites, que no son sólo ecológicos. Sostiene que nadie tiene derecho a disponer de recursos más allá de lo razonable, por lo menos mientras no se satisfagan las demandas más apremiantes de los demás. Esta ética de límites es esencial en la creencia de la Comisión Brundtland de que las dos exigencias que componen su ideal son compatibles. Se pueden satisfacer las necesidades tanto de las poblaciones de los países en desarrollo como de las generaciones futuras una vez que se reconozca que los ciudadanos de los países desarrollados - o al menos los más ricos de ellos - no tienen derecho legítimo a la parte de sus recursos que no es necesaria para una vida razonable.

Pero esta ética de límites no se menciona en la moral de competitividad. Por el contrario, esta perspectiva parece implicar un esfuerzo constante en pos de adquisiciones materiales, una competición tras una riqueza y un lujo que nunca terminan. Ello contrasta fuertemente con una ética de necesidades que niega legitimidad a la reivindicación de lo innecesario para las necesidades que deben ser satisfechas.

Se han señalado dos diferencias teóricas entre las concepciones morales de desarrollo sostenible y competitividad, diferencias en los principios fundamentales que las inspiran. Pero se podría objetar que el tema central de esta exposición no es teórico, sino práctico. A voces, principios radicalmente diferentes pueden requerir la misma acción; pueden dar razones diferentes para hacer exactamente lo mismo. ¿No sería éste el caso hoy con el desarrollo sostenible y la competitividad? ¿No podrían estos dos ideales diferentes requerir la misma conducta en las circunstancias actuales?

Un cierto interés por la sostenibilidad - la sostenibilidad local - es compatible con la competitividad. Administrar de manera sostenible los bosques de Columbia Británica, por ejemplo, promoverá y no sacrificará la competitividad a largo plazo de dicha provincia y el Canadá. Pero la sostenibilidad local no es el único interés en un ideal cabal de desarrollo sostenible: tal ideal incluye un interés igual por las personas, actuales y futuras, de los países en desarrollo. La cuestión práctica es pues si ofrecer condiciones de vida razonables a esos pueblos y a nuestros descendientes es la mejor manera de promover el nivel de vida - no sólo un nivel razonable, sino lo más alto posible - en Canadá.

Se plantea la vieja cuestión filosófica sobre la relación entre moralidad e interés propio: ¿es la promoción del bien ajeno la mejor manera de alcanzar el bien para uno mismo? Sería ciertamente atractivo que así fuese; pero quizá no lo sea, ni para los individuos ni para las naciones. Para satisfacer las necesidades de las poblaciones de los países en desarrollo, ahora y en el futuro, serán precisos sacrificios de las poblaciones de los países desarrollados: sacrificios de lujos, deseos y mera competitividad.

Bibliografía

Barry, B. 1983. Intergenerational justice in energy policy. En D. Maclean y P.G. Brown, eds. Energy and the future. Totowa, Nueva Jersey, Estados Unidos, Rowman and Littlefield.

Comisión sobre Medio Ambiente y Desarrollo. 1987. Our common future. Oxford, Reino Unido/Nueva York, Estados Unidos, Oxford University Press.

Danielson, P. 1993. Personal responsibility. En H. Cowar y T. Hurka, eds. Ethics and climate change: the greenhouse effect. Waterloo, Ont., Canadá, Wilfred Laurier University Press.

Sidgwick, H. 1907. The methods of ethics, 7a ed. Londres, Macmillan.


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