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Tendencias actuales que afectan la participación de la mujer en la economía rural

La presencia de varios cambios simultáneos e interrelacionados en la situación social y económica de los habitantes de las áreas rurales en América Latina explica en parte las transformaciones específicas en términos de género de la población y de la participación en la fuerza laboral descrita en la Sección anterior. A continuación se examinarán los efectos de los cambios acaecidos en la educación, la fecundidad y la formación de hogares desde el punto de vista de las mujeres, la migración interna e internacional, la liberalización agrícola y sus repercusiones en la producción alimentaria de subsistencia y la promoción de exportaciones agrícolas no tradicionales.

Educación, fecundidad y formación de hogares

Uno de los avances más significativos en términos de la equidad entre hombres y mujeres en América Latina se ha producido en el área de la educación femenina. Considerando la región en su conjunto (incluido el Caribe), la tasa de matrícula de mujeres en las escuelas primarias asciende a un 94 por ciento respecto de la tasa de los hombres. En realidad, las mujeres superan en número a los hombres en los índices de escolaridad secundaria y también casi alcanzan la paridad en cuanto a la educación superior (UNESCO, 2000). Sin embargo, tal como se podría esperar, los progresos absolutos han sido menores para las mujeres rurales en comparación con sus homólogas urbanas. En el caso de 13 países latinoamericanos en los cuales se recopilaron datos desglosados por sexo y por zonas geográficas (urbanas o rurales), el grado de instrucción promedio de las mujeres urbanas entre los 15 y los 24 años alcanzaba los nueve años (el equivalente al finalizar la educación secundaria), mientras que, en el caso de las mujeres rurales, sólo llegó a seis (el equivalente al finalizar la educación primaria) (CEPAL, 2001).[8]

En el Cuadro 6, se presenta el número promedio de años de educación para hombres y mujeres rurales por grupo etario y por actividad económica. Se desprenden varias tendencias. Primero, los niveles educacionales de hombres y mujeres rurales han aumentado constantemente desde 1980; en el caso de las mujeres, del orden de un año o más en promedio (CEPAL, 2001). Segundo, en 10 de los 13 países, las mujeres rurales más jóvenes (entre 15 y 24 años) presentan mayores niveles de educación que los hombres de su misma condición. En casi la mitad de los países las mujeres mayores (entre 25 y 59 años) siguen presentando niveles educacionales menores que los hombres de igual edad, lo que demuestra una evidente brecha entre las generaciones en cuanto a las oportunidades educacionales para las mujeres de zonas rurales. Finalmente, las mujeres rurales económicamente activas se encuentran definitivamente en los niveles más altos del espectro educacional femenino y, en casi todos los casos, presentan muchos más años de escolaridad que la PEA compuesta por hombres. Por lo tanto, las mujeres rurales de la región parecen estar adquiriendo mayores niveles de capital humano básico (incluidos los programas de alfabetización y de cálculo) y están aplicado estos conocimientos al menos en parte para ingresar cada vez con mayor fuerza a la fuerza laboral rural.

CUADRO 6
América Latina: niveles de educación promedio de los habitantes rurales, por sexo, edad y actividad económica


Escolaridad

15-24 años

25-59 años

Población económicamente activa

H

M

H

M

H

M

Bolivia

6,9

5,6

4,7

2,5

4,7

2,8

Brasil

4,4

5,4

3,2

3,4

3,3

3,8

Chilea/

9,4

9,8

7,2

7,1

7,1

8,7

Colombia

6,2

6,8

4,7

4,9

4,7

6,1

Costa Rica

6,8

7,1

6,5

6,5

6,3

7,5

El Salvador

5,5

5,5

3,6

2,9

3,8

4,0

Guatemalaa/

4,1

3,1

2,4

1,4

2,7

2,1

Honduras

4,7

5,1

3,5

3,6

3,6

4,4

Méxicoa/

8,1

7,5

4,9

4,5

5,6

5,3

Nicaraguaa/

3,8

4,6

3,2

3,2

3,2

4,6

Panamá

7,6

8,4

6,9

7,2

6,5

9,0

República Dominicanab/

6,0

6,7

4,8

4,6

4,9

6,0

Venezuelac/

5,7

6,4

4,7

4,6

4,6

6,3

a/ 1998
b/ 1997
c/ 1994

Fuente: CEPAL (2001)

Los mayores índices de educación y actividad económica de las mujeres rurales están directamente relacionados con el descenso de las tasas de fecundidad totales observado en todos los países latinoamericanos. Considerando la región en conjunto, el número promedio de hijos por mujer ha disminuido de 6,0 en 1960 a 2,7 en el año 2000 y se espera que alcance el nivel de reemplazo (2,1) en el 2025. Tal como era esperable, existen disparidades bastante amplias entre los países y entre las áreas urbanas y rurales dentro de los países. Bolivia, Guatemala, Honduras, Nicaragua y Paraguay, por ejemplo, siguen presentando tasas de fecundidad totales superiores a cuatro hijos por mujer (CELADE/CEPAL, 2001). La serie más reciente de Encuestas Demográficas y de Salud también señala la existencia de tasas de fecundidad significativamente mayores en las áreas rurales, en comparación con las áreas urbanas (Cuadro 7), si bien éstas también están disminuyendo con el transcurso del tiempo. En la medida que las familias rurales tienen menos hijos, se reduce la tasa de dependencia y las mujeres tienen más oportunidades de participar tanto en labores agrícolas como en trabajos no pertenecientes al rubro agrícola.

CUADRO 7
América Latina: tasas de fecundidad totales por país


Urbana

Rural

Bolivia, 1998

3,3

6,4

Brasil, 1996

2,3

3,5

Colombia, 2000

2,3

3,8

Ecuador, 1987

3,5

5,3

El Salvador, 1985

3,3

5,4

Guatemala, 1998/99

4,1

5,8

México, 1987

3,3

6,0

Nicaragua, 1997/98

2,9

5,0

Paraguay, 1990

3,6

6,1

Perú, 2000

2,2

4,3

República Dominicana, 1996

2,8

4,0

Fuente: Encuestas Demográficas y de Salud.

De igual manera, también existe una relación entre esta transición demográfica y los cambios en las modalidades de formación de hogares en las zonas rurales de América Latina. En efecto, las parejas se casan más tardíamente, existe una mayor incidencia de uniones consensuales informales (uniones no formalizadas ante el Registro Civil) y, un factor muy pertinente para este estudio, se aprecian índices crecientes de jefaturas de hogar femeninas en las zonas rurales. Este aumento de los índices de jefaturas femeninas de familia y de hogar en las zonas rurales implica mayores niveles de responsabilidad económica y, por lo tanto, mayores coeficientes de actividad en la economía rural. El Cuadro 8 muestra los datos más recientes sobre las jefaturas femeninas declaradas por las propias mujeres, como también los hogares en los que una mujer es el principal sostén económico. En el caso de los 13 países que proporcionaron información desglosada por áreas urbanas y rurales, la tasa media no ponderada de jefaturas femeninas de familias declaradas por las mismas mujeres alcanza al 18 por ciento, con un mínimo del 13 por ciento en Brasil y un máximo del 25 por ciento en El Salvador. Utilizando otra definición de la jefatura de hogar, los datos indican que las mujeres son las principales proveedoras de los hogares rurales en casi el 23 por ciento de los casos.

Si bien estos índices son menores que los que se indican para las zonas urbanas, la verdadera incidencia de las jefaturas femeninas puede ser sustancialmente mayor, debido en parte a la naturaleza transitoria de muchas uniones informales entre hombres y mujeres y también a la extendida existencia de hogares “allegados” (es decir, familias encabezadas por una mujer que residen en el interior de hogares más grandes). El anterior fenómeno implica que si bien en un momento dado puede haber un hombre adulto viviendo dentro de un hogar (y se registra a menudo como el “jefe de hogar” en las encuestas y censos familiares), la formación más estable la constituye la unidad madre e hijo(s). El tema de los allegados en el contexto de las zonas rurales hondureñas ha sido estudiado por Bradshaw (1995), quien argumenta que las potenciales jefas de familia que no pueden sobrevivir solas crean “subfamilias” dentro de hogares más grandes. Ésta puede ser el caso de hijas adultas y sus hijos que residen con sus propios padres, o de jefas de familia que viven con familiares de su misma generación (por ejemplo, hermanos). En la muestra de Bradshaw sobre las zonas rurales de Honduras, el 11 por ciento de todos los hogares se componía de múltiples subfamilias y la duración promedio de residencia compartida en estos tipos de hogares (siete años) indica que se trata de formaciones relativamente estables.[9]

CUADRO 8
América Latina: mujeres jefas de hogar, 1999


Porcentaje de hogares totales por país

Urbana

Rural

Informado por las mismas mujeres

Principal sostén económico

Informado por las mismas mujeres

Principal sostén económico

Bolivia

20

28

16

23

Brasil

25

33

13

23

Chilea/

24

28

15

18

Colombia

29

35

19

22

Costa Rica

28

30

19

20

El Salvador

31

38

25

38

Guatemalaa/

24

30

18

20

Honduras

30

36

21

22

Méxicoa/

19

27

16

24

Nicaraguaa/

35

35

19

21

Panamá

27

30

21

21

Paraguay

27

33

20

25

Rep. Dominicanab/

31

32

19

20

a/ 1998
b/ 1997

Fuente: CEPAL (2002b).

Migración

Una segunda tendencia importante que a afecta la intervención de la mujer en la economía rural es el éxodo rural de una gran cantidad de hombres y mujeres, tanto en el plano interno hacia centros urbanos como internacional dentro y fuera de América Latina.

Sólo algunos países presentan datos desglosados por género acerca de la migración interna y también sólo por algunos períodos. El Cuadro 9 resume la información recopilada para los años sesenta, setenta y ochenta con el método del índice de supervivencia al censo.[10] En América Latina en su conjunto, por lo general el crecimiento natural de la población supera en la actualidad a la migración neta y, en la mayoría de los países para los cuales se obtuvieron datos, la migración interna de las mujeres es mayor que la de los hombres, tendencia que se ha mantenido por lo menos desde 1960.

¿Cuáles son los factores que determinan la migración interna de las mujeres? ¿Difieren éstos de los factores que influyen en los hombres? Luego de trabajar con datos de Ecuador correspondientes al año 1997, Katz (2000) encuentra importantes diferencias en términos de género en las variables demográficas que intervienen en la decisión de emigrar y analiza la función que desempeñan las políticas de desarrollo rural en la alteración de los flujos migratorios según el sexo. Contrariamente a lo esperado, altos índices de dependencia dentro del hogar reducen la probabilidad de emigración por parte de los hombres jóvenes, a la vez que no presentan un efecto estadísticamente importante en las propensiones a emigrar de las mujeres.[11] Sin embargo, la composición del hogar en términos de género no afecta de manera significativa las probabilidades de emigrar, lo que sugiere que la división del trabajo en función del género en el altiplano de Ecuador es relativamente flexible, y que las mujeres no necesariamente deben asegurarse de conseguir a alguna persona que las reemplace en sus labores dentro del hogar para poder emigrar al igual que los hombres. Es mucho más probable que los que emigran, tanto hombres como mujeres, sean casados, en comparación con los no-migrantes y el efecto del matrimonio en las probabilidades de emigrar de los hombres es especialmente significativo en las áreas rurales. Un escenario probable, en este caso, es que luego del matrimonio exista un período de separación en el que los hombres viajan con frecuencia entre su comunidad de origen y un área de destino que ofrece mejores perspectivas de trabajo; una vez que se establece en la ciudad una “cabeza de playa”, las esposas se reúnen con sus maridos dentro del marco de sus obligaciones matrimoniales de traslado.

CUADRO 9
Migración interna en América Latina


Porcentaje estimado de crecimiento urbano atribuible a la migración interna y reubicación

Porcentaje de la migración rural-urbana femenina

1960-1970

1970-1980

1980-1990

1980-1990a/

1960-1970

1970-1980

1980-1990

Mujeres

Hombres

Argentina


30

27



53

53


Bolivia



47






Brasil

48

47

38

35

33

52

51


Chile

34

27

7

11

8

52

54

49

Colombia

24

50




67

52


Costa Rica

43

31




54



Cuba

21

56




52

52


Ecuador

33

47

42



56

50


El Salvador

22


47



60



Guatemala

38



44

43

58

46


Honduras

50


39



55



México

32

29

31

24

24

52


51

Nicaragua

43



31

28

57



Panamá

41

31

30



55

58

50

Paraguay

34

47

41



60

52


Perú

42

32

29



51

51


Rep. Dominicana

48

45




54

55


Uruguay

9

41


32

36


57


Venezuela

21

25

20



58

53

51

Promedio regional

40

41

34



56

53


a/ Los datos varían según el país: Brasil, 1990 a 1995; Chile, 1982 a 1992; Guatemala, 1984 a 1994; México, 1990 a 1995; Nicaragua, 1985 a 1995; Uruguay, 1986 a 1996.

Fuentes: Naciones Unidas (1996, 2001), Singelmann (1993), CEPAL/Habitat (2001).

El desarrollo rural parece tener efectos muy desiguales en el comportamiento migratorio de hombres y mujeres. Con respecto al mercado laboral, Katz (2000) sugiere que las mujeres tienen casi un 30 por ciento más de probabilidades de dejar las áreas rurales que ofrecen trabajos no agrícolas que las que no los ofrecen, lo que implica que el desarrollo de oportunidades de trabajo no agrícola ha beneficiado en forma abrumadora a los hombres de las zonas rurales. Por otra parte, los efectos de la diversificación e irrigación de la agricultura en la emigración de las mujeres son fuertemente negativos, lo que se puede explicar con el hecho de que la contribución laboral de las mujeres a algunos cultivos como tomates, pepinos, pimientos y frutos arbóreos es relativamente alta en comparación con los cultivos tradicionales como el maíz, trigo y granos. Con respecto a los efectos de la propiedad de la tierra en la migración, es más probable que la migración masculina sea menor en presencia de mayores dotaciones de tierras de propiedad privada, mientras que el acceso a los recursos de propiedad común actúa como factor disuasivo para la migración femenina.

CUADRO 10
La proporción hombre/mujer en la migración internacional, México y América Central


Hombres nacidos en el extranjero por cada 100 mujeres, Estados Unidos

1970

1980

1990

1996

2000

Costa Rica

75

74




El Salvador

68

78

107

101


Guatemala

77

85




Honduras

83

72




México

96

111

123

121

118

Nicaragua

55

67




Panamá

67

69




América Centrala/



89

83

113

América del Sur





92

América Latina





104

a/ Excluido El Salvador durante todos los años señalados, salvo 2000.

Fuentes: CELADE/CEPAL (1999c), Oficina Censal de los Estados Unidos (2001).

Los patrones migratorios internacionales difieren levemente de los patrones migratorios internos (véase el Cuadro 10).[12] Recientes análisis de la migración internacional dentro y desde América Latina demuestran que, entre 1970 y 1990, hubo una tendencia hacia la “masculinización” de la migración hacia Estados Unidos (compuesta principalmente por mexicanos y centroamericanos); sin embargo, las mujeres constituían un porcentaje cada vez mayor de emigrantes intrarregionales (CELADE/CEPAL, 1999c; Villa y Martínez, 2001). La proporción de hombres respecto de mujeres que emigran desde América Latina hacia Estados Unidos aumentó de aproximadamente 90 en 1970 a 110 en 1990. En el caso de México, que en una primera etapa ha experimentado una migración de mujeres hacia el país del norte en 1970, la tendencia se ha revertido en gran medida durante las últimas dos décadas, de manera que para el año 1990 cerca de 123 mexicanos por cada 100 mujeres se trasladaban hacia Estados Unidos. De manera similar, aumentó el índice de los hombres que emigran de El Salvador en relación con el de las mujeres de un 68 por ciento en 1970 a un 107 por ciento en 1990. No obstante, entre 1990 y 1996 hubo una leve baja en la proporción hombre/mujer entre los migrantes y los datos del Censo estadounidense del año 2000 sugieren que, por lo menos en el caso de México, si bien los hombres siguen dominando la corriente migratoria, existe algún grado de feminización de la población migrante (Oficina Censal de los Estados Unidos, 2001).

Como en el caso de la migración interna, las mujeres son levemente más activas que los hombres a la hora de emigrar hacia otros países latinoamericanos: por cada 100 hombres que se trasladan dentro de la región, 105 mujeres cambian de país de residencia. Algunos investigadores atribuyen la diferencia entre los patrones migratorios de América Latina a Estados Unidos y los que se obtienen dentro de la región a las distintas naturalezas de los mercados laborales para inmigrantes en los países de destino. En su mayoría, los flujos de mano de obra que emigra a otros países con una alta demanda de trabajadores agrícolas están compuestos por hombres (por ejemplo, mexicanos que se trasladan a Estados Unidos y bolivianos y chilenos que viajan a Argentina para trabajar), mientras que existe una mayor probabilidad de que estos flujos incluyan más mujeres si la demanda está orientada principalmente al sector de servicios, incluido el servicio doméstico (por ejemplo, las colombianas que van a trabajar a Venezuela, las paraguayas en Argentina y las nicaragüenses a Costa Rica) (Villa y Martínez, 2001; Portocarrero, 2001).

Los grandes flujos de emigrantes que van de México a Estados Unidos y el grado relativamente mayor de información más precisa sobre esta población migrante han generado un interés particular en los factores determinantes relacionados con los sexos y las consecuencias de este transitar de personas de un país a otro. Kanaiaupuni (2000) estudió a 14 000 personas en 43 comunidades mexicanas entre 1987 y 1997 con el fin de indagar las diferencias entre hombres y mujeres en la función que desempeñan el capital humano, la situación socioeconómica, el ciclo de vida, las redes sociales y las oportunidades económicas locales al momento de tomar la decisión de emigrar. En esta imponente muestra, sólo el 7 por ciento de las mujeres, en comparación con el 41 por ciento de los hombres, había emigrado en alguna ocasión a Estados Unidos y el 74 por ciento de las mujeres con parejas emigrantes jamás había emigrado en su vida. En relación con los factores determinantes de la migración, Kanaiaupuni descubrió que los mayores niveles de educación aumentaban las oportunidades de emigrar de las mujeres, al contrario de lo que sucede con los hombres; la autora atribuye esto a las mayores ganancias que obtienen las mujeres en el mercado laboral estadounidense si cuentan con una mejor educación, respecto de lo que ocurre con el mercado laboral mexicano.[13] En este contexto, la probabilidad de que los hombres emigraran disminuyó en forma significativa cuando las comunidades presentaban niveles relativamente altos de trabajo femenino, lo que implica que lo que pueden percibir las mujeres a nivel local puede sustituir las potenciales ganancias para el hogar que se obtendrían al emigrar a otras localidades.

Por último, los datos sugieren que las mujeres presentan mucho menores probabilidades de emigrar de sus hogares si poseen más de cinco hectáreas de terreno, si bien el efecto que este factor tiene en la migración masculina no es estadísticamente muy diferente a cero. Este importante resultado con respecto al efecto disuasivo que tiene la propiedad de la tierra en la migración femenina, resultado al que también llegó Donato (1993) con diferentes datos, sugiere que, en el contexto de una extendida migración masculina, se puede esperar que las mujeres permanezcan en sus áreas de origen con el fin de administrar la granja familiar. Davis y Winters (2001), empero, al examinar la migración del sector ejido, descubrieron una asociación negativa entre la propiedad de la tierra de regadío y la migración femenina, pero una relación positiva (muy pequeña) entre las tierras de secano y la migración masculina. La interpretación que hacen respecto de este resultado es que, en virtud de la división predominante por sexo del trabajo agrícola en México en la que existe una mayor probabilidad de que los hombres trabajen directamente en sus propiedades agrícolas, la tierra de regadío, que se relaciona con una mayor rentabilidad, eleva los costos de oportunidad de migración para los hombres. Estos datos no sustentan la idea de que los bienes pecuarios reducen la propensión que tienen las mujeres a emigrar, lo que coincide con la división por sexo del trabajo en las comunidades de origen.

Producción alimentaria y liberalización de la agricultura

En América Latina y especialmente en los países que experimentan altos índices de emigración masculina rural, las mujeres están asumiendo responsabilidades cada vez mayores en el sector campesino o de agricultura de subsistencia. Aun cuando los hombres no están ausentes físicamente durante largos períodos, la liberalización del comercio y de los precios que afectan a importantes cultivos alimentarios, como el maíz, se ha traducido en una extendida redistribución de los recursos productivos familiares, incluido el trabajo, en respuesta a los mayores precios de los insumos y los menores precios de los productos de cereales básicos que forman la base de la dieta de los pobres de las localidades rurales. La movilización del trabajo de las mujeres (en su mayoría no remunerado) es, de esta manera, uno de los medios que tienen los hogares para obtener la seguridad alimentaria frente a los significativos desincentivos económicos que enfrentan para invertir en los cultivos de subsistencia.

Los datos sobre el uso del tiempo doméstico de 2 000 hogares que se dedican a la agricultura en pequeña escala y que participan en la producción de cultivos alimentarios primarios en 13 países latinoamericanos sugieren que las mujeres están invirtiendo un promedio de seis horas al día en actividades agrícolas o pecuarias (Kleysen, 1996). Teniendo la presente división por género del trabajo según la tarea realizada dentro de los principales cultivos alimentarios, parece ser que las mujeres participan un poco menos, en el proceso productivo, preparación de la tierra y cuidado del campo (donde un promedio del 40 por ciento de los hogares reportó algún nivel de contribución laboral femenina) y más en las etapas de plantación y cosecha (donde los índices de participación superaron el 60 por ciento). Las mujeres de la mitad del total de los hogares contribuyen en el procesamiento poscosecha de los cultivos alimentarios y cerca del 40 por ciento de ellas se dedica en cierta medida a comercializarlos. Con respecto a la producción animal (para lo cual se cuenta con datos en la mayoría de los países de la subregión andina), las mujeres de cerca del 50 por ciento de los hogares participaban en la alimentación y el pastoreo de animales grandes y pequeños. Es menos probable que estas mujeres intervengan activamente en la cría y en los aspectos de salud e higiene del ganado; no obstante, su trabajo constituye un aporte significativo al ordeñar vacas lecheras, como también al cuidar y obtener productos de otros animales pequeños como cerdos, ovejas y pollos (Kleysen, 1996).

Al estudiar una comunidad agrícola indígena en el altiplano central mexicano, Preibisch, Rivera Herrejón y Wiggins (2002) constataron una fuerte asociación entre el cultivo sostenido del maíz y la feminización de la agricultura de subsistencia a fines de los años noventa. Este planteamiento se relaciona con otras publicaciones mexicanas (véase Barrera Bassols y Oehmichen Bazán, 2000), según las cuales la migración masculina es el principal incentivo para una mayor participación de las mujeres en la economía rural, demostrando cómo la reestructuración económica transforma la labor agrícola en el reino de las tareas reproductoras. En términos de precios de los factores, frente al aumento de los costos de los fertilizantes y herbicidas, las familias sustituyen el trabajo (principalmente femenino) por labores como el deshierbe. En lo que se refiere a los productos, puesto que el ingreso del maíz estadounidense en el mercado mexicano hizo bajar sustancialmente el precio que recibían los agricultores mexicanos por sus cosechas, las familias consumían una mayor parte y comercializaban una parte más pequeña del maíz que cultivaban. Además, con esta (re)conversión del maíz de un cultivo generador de dinero a un cultivo verdaderamente de subsistencia, los hombres han dejado cada vez con mayor frecuencia el cultivo de este producto y el control sobre importantes decisiones de producción y uso en manos de las mujeres, para orientarse hacia trabajos no agrícolas (por lo que a menudo deben emigrar). En el caso de muchas mujeres de zonas rurales, en especial las de las comunidades que tienen un restringido acceso a trabajos no agrícolas confiables, la producción de maíz constituye una forma importante de cumplir sus responsabilidades como proveedoras de alimentos para sus familias. El cultivo también sirve como una fuente de ahorro que se puede vender en caso de emergencia, como una fuente de ingresos para cubrir los pequeños gastos diarios y como una fuente importante de combustible para cocinar y alimento para los animales.[14] En el caso de las mujeres que de lo contrario tendrían que depender de subsidios o de remesas migratorias de sus maridos, el maíz representa una fuente pequeña pero estable de recursos.

La expansión de las exportaciones agrícolas no tradicionales

Una de las principales novedades en las economías rurales de muchos países latinoamericanos durante los años ochenta y noventa ha sido el crecimiento de exportaciones agrícolas no-tradicionales. Se trata, por lo general, de productos de alto valor y con un alto coeficiente de mano de obra, como las frutas frescas, las verduras, las flores y las plantas ornamentales destinados a los mercados de los países del Norte (por ejemplo, véase, Barham et al., 1992, y Thrupp, 1995). Una característica sobresaliente de las industrias que han prosperado en torno a estos nuevos cultivos es el significativo nivel de mano de obra femenina. Thrupp (1995) señala que el 69 por ciento de los trabajadores dedicados a la producción de exportaciones agrícolas no tradicionales en Ecuador son mujeres en Costa Rica, Guatemala y Honduras el 30 por ciento de la mano de obra que trabaja en los campos y el 50 por ciento de las labores de procesamiento, manipulación poscosecha y cultivos en invernaderos en los cultivos de exportación agrícola no tradicional corresponden a mujeres. Este fenómeno de la participación de las mujeres en la agricultura comercial ha incrementado en gran medida la visibilidad del trabajo femenino, lo que origina nuevas oportunidades de empleos remunerados y plantea nuevas inquietudes con respecto a la posición de la mujer en el mercado laboral flexible que a menudo caracteriza estas industrias (Lara Flores, 1995; Aparicio y Benencia, 1999). Tres estudios de casos en República Dominicana, Colombia y Chile ilustran algunos de los aspectos cruciales que se relacionan con el género y el trabajo en el sector agro exportador no tradicional en América Latina.

En República Dominicana, las exportaciones agrícolas no tradicionales incluyen frutas y hortalizas frescas, congeladas y enlatadas, así como nueces, flores y plantas ornamentales. El sector está disperso geográficamente por el espacio rural, con sólo un 16 por ciento de las empresas agrupadas alrededor de Santo Domingo (Raynolds, 1998). Algunos datos de 1990 sugieren que aproximadamente el 40 por ciento de la fuerza laboral agrícola abocada a cultivos no tradicionales corresponde a mujeres y que las trabajadoras se concentran en industrias alimentarias que requieren un alto coeficiente de mano de obra, como la producción de tomates enlatados y melones y piñas frescos. Las mujeres predominan en la mayoría de las operaciones más rápidas de la cadena de producción tales como la selección, el lavado, el llenado de latas y el embalaje en cajas de los productos frescos. Por su parte, los hombres se especializan en labores de supervisión, mecánica, carga, descarga y transporte. El trabajo es esencialmente estacional y proporciona empleo a mujeres que antes se encontraban fuera de la fuerza laboral, no tenían trabajo o trabajaban en forma independiente en el sector informal. Un estudio basado en empresas sugiere que un tercio de las trabajadoras de la agricultura no tradicional corresponde a jefas de hogar y tres cuartos son madres, lo que implica que no se trata de mujeres predominantemente jóvenes y solteras las que acceden a estos nuevos trabajos (Raynolds, 1998).

La producción de flores cortadas ha constituido una nueva fuente importante de trabajo femenino en las zonas rurales de Colombia. Concentrado en la región del altiplano central (Sabana de Bogotá), el cultivo de flores frescas para el mercado de exportación ha generado aproximadamente 75 000 empleos, 60 a un 80 por ciento de los cuales los realizan mujeres (Meier, 1999). Las flores constituyen una industria con un alto coeficiente de mano de obra (las remuneraciones representan casi el 50 por ciento de los costos totales de producción), que exhibe una marcada división por sexo del trabajo: por lo general, las mujeres se encargan de plantar, cuidar el cultivo, cortar las flores, clasificarlas, embalarlas y de prestar servicios auxiliares, como limpieza y alimentación; habitualmente los hombres se dedican a labores de construcción y mantenimiento de invernaderos y otro tipo de infraestructura, la preparación del semillero, la aplicación de pesticidas, la conservación en cámaras frigoríficas, el transporte y la seguridad. Los empleadores han demostrado tener una preferencia por contratar a mujeres jóvenes (a quienes se les somete a pruebas ilegales de embarazo) y a mujeres rurales (de las que se cree que, debido a sus limitadas posibilidades, van estar menos inclinadas a reivindicar mejores pagas y mejores condiciones laborales). Los ingresos que reporta la industria florícola se ajustan, por norma general, de acuerdo con el salario mínimo, además de prestaciones como el pago del seguro social. Este tipo de actividad presenta un atractivo especial para las madres solteras y emigrantes recientes, las cuales requieren enormemente que se les ayude en el cuidado de sus hijos. Sin embargo, un estudio realizado a esta industria durante 1996 indicó que sólo 14 (de aproximadamente 500) granjas florícolas contaban con servicio de guardería infantil en sus instalaciones (Ascolflores, 1998, citado en Meier, 1999). Otra preocupación importante respecto de la industria florícola tiene que ver con los riesgos que supone para la salud la exposición a pesticidas o plaguicidas. Si bien han mejorado las prácticas de seguridad desde que comenzó a operar la industria en los años setenta, se ha podido comprobar que todavía no se han efectuado estudios sistemáticos sobre los efectos a corto y largo plazo del trabajo en el sector de las flores cortadas en la salud.

En Chile, miles de mujeres se han integrado a la fuerza laboral rural remunerada, en especial en las áreas de las frutas frescas de exportación como los kiwis, las manzanas y las uvas de mesa para los mercados del norte. De acuerdo con las estimaciones nacionales, aproximadamente 150 000 mujeres trabajan en forma temporal en el sector agroexportador, lo que constituye casi el 50 por ciento de la fuerza laboral agrícola temporal total (Bee, 2000). Este sector emplea principalmente a mujeres rurales mayores y casadas: diversos estudios indican que sólo el 35 por ciento de las temporeras chilenas no está casada y su edad promedio bordea los 30 años. En el valle del río Guatulame, ubicado en la IV Región de Chile (Norte Chico), la mayor feminización y estacionalidad de la producción agrícola se relacionan con la economía del sector agroexportador. En esta región, muchas mujeres han trabajado en calidad de temporeras en los campos y en las estaciones de embalaje de la industria vitícola. Muchas de estas mujeres también trabajan en sus granjas familiares, donde producen tomates, porotos, pimientos, ajos y melones para el mercado nacional. El trabajo en el sector frutícola es fuertemente estacional; más de la mitad de las mujeres entrevistadas por Bee (2000) en dos comunidades del valle del río Guatulame sólo trabajaba durante los meses álgidos de la cosecha de diciembre y enero y otro tercio no trabajaba más de seis meses al año. Las mujeres se concentran en las labores de procesamiento de la poscosecha, incluidas, en el caso de la industria vitícola, la selección, la limpieza y el embalaje. Cerca de un tercio de las mujeres de la muestra participaba en labores en terreno.

La brecha hombre-mujer en el acceso a la tierra

El debate que se ha suscitado acerca de la feminización de la agricultura y de la economía rural, que no sólo ocurre en América Latina, sino también en otros países en desarrollo (FAO, 2002), reviste una especial importancia en virtud de las diferencias en función del género para el acceso a recursos productivos y mercados esenciales. Si bien las mujeres desempeñan funciones cada vez más relevantes en la seguridad alimentaria, la generación de ingresos y la economía rural en conjunto, es importante comprender las barreras que éstas pueden enfrentar para poder cumplir con sus responsabilidades económicas y proveer el sustento necesario para si mismas y sus familias. En primer lugar, se abordará el tema de la tierra como un bien crucial para la participación efectiva de la mujer en la economía rural; este tema es importante debido a que los derechos de propiedad sobre las tierras confieren un acceso tanto económico como social a diversas estrategias de supervivencia. La sección siguiente será dedicada al estudio de la participación femenina en trabajos rurales no agrícolas.

Por una parte, la propiedad de la tierra evidentemente confiere beneficios económicos directos como un aporte esencial a la producción agrícola y como una fuente de ingresos como resultado del arriendo o de la venta, así como prenda para postular a un crédito para fines de consumo o de inversión. Según las normas que rigen el proceso de toma de decisiones dentro del hogar y de juntar ingresos, es posible que las mujeres no participen plenamente de estos beneficios si no comparten derechos formales de propiedad sobre las tierras. Sólo la propiedad independiente o conjunta puede garantizar el acceso de las mujeres al control de los ingresos generados por concepto de dichas tierras. Un análisis comparativo de datos de Nicaragua y Honduras, sugiere por ejemplo, que existe una correlación positiva entre los derechos de propiedad de las mujeres y su función global en la economía familiar: un mayor control sobre los ingresos agrícolas, una mayor participación en los negocios y en los ingresos del mercado laboral y un acceso más frecuente a los créditos (Katz y Chamorro, 2002).

Además de las ganancias económicas a corto y mediano plazo que genera un mayor acceso a los mercados de productos, capitales y tierras, las mujeres que cuentan con derechos más sólidos de propiedad también presentan una menor probabilidad de vulnerabilidad económica en la vejez o en el caso del fallecimiento o divorcio del cónyuge. Por ejemplo, en su estudio sobre género y herencia en las zonas rurales de Honduras, Roquas (1995) constaba que para las viudas (y las mujeres con tierra en general) es mayor la probabilidad de trabajar sus tierras en forma indirecta, al depender de un tipo de combinación de mano de obra contratada, mano de obra familiar y los arriendos para generar ingresos y/o bien utilizar la propiedad como garantía para acceder a créditos destinados a otras actividades no agrícolas. Además, en el caso de las viudas, la propiedad de la tierra puede ser uno de los pocos medios mediante los cuales las mujeres mayores pueden obtener un respaldo económico de sus hijos, ya sea en la forma de aportes laborales a la producción agrícola o transferencias en dinero en efectivo o en especies. En ausencia de otras formas de seguridad social, la población rural mayor depende fuertemente de las transferencias entre generaciones para su subsistencia y es más probable que los hijos contribuyan al bienestar de sus padres si estos últimos mantienen el control sobre un recurso productivo esencial (y hereditario) como la tierra.

Además de los beneficios económicos directos de la propiedad de la tierra, los derechos de propiedad pueden servir para reforzar el poder de negociación de las mujeres frente a otros familiares y a la comunidad y sociedad en general. La teoría económica intrafamiliar sugiere que la solidez de las “posiciones de reserva” o “puntos de amenaza” de los cónyuges (es decir, la forma de subsistir sin la cooperación económica de sus parejas) constituye un factor determinante fundamental para poder configurar preferencias familiares y, por lo tanto, tomar las decisiones correspondientes con respecto a la distribución de los recursos (véase, por ejemplo, Katz, 1997). Algunos datos relacionados con Centroamérica, por ejemplo, indican que un número mayor de mujeres con tierra se asocia con modestos aumentos en los gastos en alimentos y la escolaridad de los hijos, tomando en cuenta otras características pertinentes de los hogares y otras preferencias no observadas, con elasticidades que fluctúan entre los valores de 0,01 y 0,05 (Katz y Chamorro, 2002). Tal como se señaló anteriormente, los efectos de los derechos de propiedad en términos de poder de negociación, también pueden ser importantes desde un punto de vista intergeneracional: los padres que poseen tierras transmisibles por herencia pueden ejercer una mayor influencia sobre sus hijos adultos en materia de sustento económico. Incluso además de reforzar el poder de negociación dentro de la familia, los derechos sobre la tierra pueden otorgar a sus dueños una mayor autonomía para participar de manera más efectiva en sus comunidades inmediatas y en los aspectos civiles y políticos más importantes de la sociedad. Desde una perspectiva de género, facilitar una mayor participación de la mujer en estas instituciones extrafamiliares presenta la doble ventaja de disminuir el predominio masculino en el proceso decisorio de la comunidad y el de crear nuevas capacidades de organización de las mujeres, redes sociales y capital social. Las mujeres que cuentan con derechos de propiedad son más propensas a ser miembros activos de sus comunidades y, en consecuencia, las mismas instituciones de la comunidad son a su vez más propensas a atender a las necesidades de las mujeres.

¿De qué manera pueden las mujeres latinoamericanas adquirir tierras? Algunos datos correspondientes a varios países indican que el medio más importante gracias al cual las mujeres se transforman en propietarias independientes de tierras es a través de la herencia. El 54 por ciento de las tierras pertenecientes a mujeres en Brasil fue heredado, el 84 por ciento en Chile, el 43 por ciento en Ecuador, el 76 por ciento en México, el 75 por ciento en Perú, el 47 por ciento en Nicaragua y el 57 por ciento en Honduras (Deere y León, 2002; Katz y Chamorro, 2002). Por lo tanto, las leyes y las costumbres que rigen la herencia son fundamentales para la distribución de tierras en función del género.[15] Las mujeres tienen derecho a recibir propiedades principalmente debido a sus funciones como esposas e hijas. Muchos países latinoamericanos limitan la fracción de propiedad que una persona puede legar libremente a otras personas y someten el resto a ciertas normas con respecto a su distribución a las esposas e hijos que sobreviven al testador. En Nicaragua y Honduras, por ejemplo, los propietarios pueden ceder hasta el 75 por ciento de su propiedad, lo que se considera alto en el contexto latinoamericano, a quien o quienes deseen y el 25 por ciento restante es asignado a las viudas (“porción conyugal”) (Deere y León, 2001). En el caso de un fallecimiento intestado, en todos los países latinoamericanos, los hijos legítimos de la persona fallecida, independientemente del género, son los primeros beneficiarios de partes iguales de la propiedad (menos la porción conyugal). Sin embargo, en virtud de la escasez generalizada de tierras, es común que las familias consoliden las propiedades heredadas mediante las ventas o acuerdos más informales gracias a los cuales uno o varios hermanos (más que hermanas) mantengan el control de la granja. En la mayor parte de la región, las mujeres se transforman en beneficiarias principales sólo si no hay hijos vivos de la propiedad que puede ser compartida con los padres del fallecido.

Cabe mencionar, además, que las leyes que rigen la sucesión de propiedades en general no se aplican necesariamente a las tierras adquiridas mediante programas de reformas agrarias patrocinados por el Estado, cuyas disposiciones se orientan sobre todo a impedir la fragmentación de las propiedades limitando el número de herederos a la esposa y/o a un solo hijo. Desde una perspectiva de género, el resultado de todas las leyes que rigen las herencias es que los propietarios que dejan testamento poseen un cierto nivel de discreción con respecto a la disposición de su propiedad y, por lo tanto, es posible que las normas y expectativas de la familia influyan en su decisión, mientras que los que mueren sin dejar testamento (en especial entre los pobres) están sujetos a la legislación nacional que da prioridad a los hijos y le otorga algo de protección a sus cónyuges.

Deere y León (2002), quienes han estado a la vanguardia de la investigación sobre género y tierra en América Latina, afirman que las modalidades de sucesión intergeneracional parecen dar muestra de una mayor igualdad de género con el tiempo. Atribuyen esta tendencia a cuatro factores: (1) una mayor alfabetización, lo que incrementa el conocimiento de las viudas y los hijos con respecto a sus derechos legales en materia de sucesión; (2) un menor tamaño de las familias relacionado con el descenso de la fecundidad, lo que lleva a los padres a dividir la propiedad de manera más equitativa entre los hermanos; (3) mayores tasas de migración de los jóvenes, lo que reduce aún más el número de posibles herederos interesados en permanecer en el sector agrícola y (4) la menor importancia de la agricultura en las estrategias de supervivencia de las familias rurales, lo que reduce el valor en renta de la tierra y, por lo tanto, lo torna menos a ser codiciada por los familiares varones.

Los programas de redistribución y otorgamiento de títulos de propiedad patrocinados por el Estado constituyen otra forma importante de adquirir tierras por parte de las mujeres latinoamericanas. En los años sesenta, gran parte de la legislación de la reforma agraria en casi todos los países latinoamericanos favorecía a los hombres designando sólo a jefes de familia con experiencia en la agricultura como posibles beneficiarios (Deere y León, 2001). Por lo tanto, las mujeres constituían menos del 20 por ciento de los beneficiarios en diez países que contaban con datos desglosados por sexo (Cuadro 11). No obstante, una “segunda generación” de la reforma agraria, en la que el esclarecimiento y legalización de los derechos de propiedad han adquirido prioridad por sobre la redistribución, ha permitido que las distribuciones de terrenos y los títulos de propiedad otorgados a las mujeres en los años noventa hayan aumentado a casi el 40 por ciento. Es imperativo seguir tratando de derribar las barreras legales, institucionales y sociales que obstaculizan a los derechos sobre la tierra de las mujeres con el fin de conciliar las diferencias entre la participación de las mujeres en la economía rural y su acceso a los recursos productivos.[16]

CUADRO 11
Género y reforma agraria en América Latina


Programas de “primera generación” de reforma agraria y colonizacióna/

Programas de “segunda generación” de distribución de tierras y otorgamiento de títulos de propiedad/b


Beneficiarias (porcentaje)

Beneficiarias (porcentaje)

Modalidad de títulos de propiedad en manos de mujeres (porcentaje)


Individual

Cooperativas

Individual

Conjunto

Bolivia

17





Brasil

13





Chile



43

100


Colombia

11


45

43

57

Costa Rica



45



Cuba

13

21




El Salvador

11

12

34

100


Ecuador



49

30

70

Honduras

4


25

100


Guatemala

8





México


15

21

100


Nicaragua

8

11




a/ Se refiere a los programas estatales de redistribución de tierras que abarcan los siguientes períodos: Bolivia, 1954 a 1994; Brasil, 1964 a 1996; Colombia, 1961 a 1991; Cuba, 1959 a 1988; El Salvador, 1980 a 1991; Honduras, 1962 a 1991; Guatemala, 1962 a 1996; México, 1920 a 1992; Nicaragua, 1981 a 1990.

b/ Se refiere a los programas estatales de distribución de tierras y otorgamiento de títulos de propiedad que abarcan los siguientes períodos: Chile, 1993 a 1996; Colombia, 1995 a 1998; Costa Rica, 1990 a 1992; Ecuador, 1992 a 1996; El Salvador, 1993 a 1996; Honduras, 1995 a 2000; México, 1993 a 1998.

Fuentes: Deere y León (2001), Cuadros 3.2 y 10.1.

Género y actividades rurales no agrícolas

Si bien el trabajo de las mujeres en el sector agrícola de las exportaciones no tradicionales tratado anteriormente ha sido un fenómeno importante en algunas regiones de América Latina, los mercados laborales rurales constituyen, en general, una fuente de ingresos menos significativa para las mujeres que las múltiples formas de actividades no agrícolas emprendidas por cuenta propia que están llamando cada vez más la atención en los círculos académicos y políticos. Los estudios de casos nacionales demuestran de manera casi universal que en el área de labores asalariadas del sector no agrícola predominan los hombres y, en el caso particular de las actividades emprendidas por cuenta propia, existe un amplio predominio de las mujeres. En Nicaragua, por ejemplo, los hombres tienen aproximadamente un 15 por ciento más de probabilidades de participar en labores agrícolas asalariadas y cerca del 2 por ciento participaría en actividades no agrícolas emprendidas por cuenta propia (en su mayoría, pequeñas empresas que satisfacen la demanda de los mercados locales), en comparación con mujeres de idénticas características personales, familiares y regionales (Corral y Reardon, 2001). En Honduras, los trabajos agrícolas asalariados constituyen una actividad primordialmente masculina, salvo la cosecha de café, mientras que los trabajos asalariados no agrícolas están segregados por sexo según el sector: los hombres trabajan en labores de construcción, transporte y manufactura y las mujeres trabajan en labores de servicio doméstico, administración y textiles.[17] La mayoría de las actividades rurales emprendidas por cuenta propia en Honduras la desempeñan mujeres con grados de instrucción relativamente bajos, en actividades como panaderías, preparación de tortillas, puestos en mercados, talleres de costura, servicios de fotocopiado, talleres de reparaciones y restaurantes (Ruben y Van den Berg, 2001).

Las pruebas obtenidas de diversos países sugieren que dentro del sector rural no agrícola, existe una probabilidad significativamente mayor de que las mujeres se dediquen a actividades de baja productividad y con bajos ingresos, lo que Lanjouw (2001) denomina “trabajo con red de seguridad”. En El Salvador, por ejemplo, donde durante mucho tiempo se ha excluido a las mujeres del mercado laboral agrícola asalariado, el empleo femenino se concentra de manera similar en actividades como el comercio menor. En comparación con hombres que presentan niveles similares de capital humano y de propiedad de la tierra y tomando en cuenta los efectos del tamaño de las familias y los efectos regionales, las mujeres salvadoreñas económicamente activas tienen un 50 por ciento más de probabilidades de reportar un trabajo no agrícola como su principal ocupación. Además, existe sólo un 7 por ciento más de posibilidades de que las mujeres, con respecto a los hombres, se dediquen a labores no agrícolas cuya remuneración es superior al salario agrícola promedio, pero un 37 por ciento más de trabajar en actividades “residuales” en las que los ingresos se encuentran por debajo de la tasa del mercado.[18] En consecuencia, los ingresos de las mujeres provenientes de actividades no agrícolas son inferiores en casi un tercio a los de los hombres (Lanjouw, 2001).

En la zona noreste de Brasil, donde las mujeres rurales son significativamente más activas en el sector agrícola en comparación con el resto de América Latina, también constituyen la mitad de la población rural económicamente activa total dedicada a labores no agrícolas, la que se concentra en los sectores de servicios de trabajos independientes y de educación. Comparando a mujeres y hombres de similares características personales, familiares y regionales, la probabilidad que los hombres de esta misma región tengan una actividad no agrícola es algo mayor que para las mujeres, pero la probabilidad que tengan que depender de sectores de baja productividad y bajos ingresos como los textiles, ventas y servicios es significativamente menor (Ferreira y Lanjouw, 2001). En Ecuador, donde la probabilidad promedio de que el empleo principal se encuentre dentro del sector no agrícola es de aproximadamente un 8 por ciento comparada con el 21 por ciento para las mujeres, la probabilidad que los hombres trabajen en labores no agrícolas con ingresos superiores al salario agrícola promedio es bastante mayor. Las mujeres de similares características tienen una probabilidad mucho mayor de trabajar en tipos de actividades emprendidas por cuenta propia y que reportan bajos ingresos y ganar un 70 por ciento menos que los hombres, mientras que los demás factores se mantuvieron estables (Elbers y Lanjouw, 2001).

¿Por qué las actividades no agrícolas emprendidas por cuenta propia son mucho más frecuentes para las mujeres rurales que para los hombres en América Latina? La respuesta probablemente estriba en una combinación de factores relacionados con la oferta y la demanda, como también las diferentes posiciones de dotación de bienes de hombres y mujeres en la economía rural. En cuanto a la oferta, las actividades emprendidas por cuenta propia pueden brindar un grado de flexibilidad necesaria para las mujeres que tratan de atender responsabilidades reproductivas y de generación de ingresos; en particular, las madres con hijos pequeños requieren empleos que les permitan combinar el cuidado de los hijos con el trabajo. En cuanto a la demanda, los mercados laborales formales en América Latina tienden a estar altamente segregados por género (como también por edad y estado civil), de manera que para muchas mujeres rurales no existen trabajos asalariados a los que puedan aspirar. Por último, las restricciones que enfrentan las mujeres rurales en términos de bienes, en particular la ausencia de derechos de propiedad sobre la tierra limitan simultáneamente sus opciones de dedicarse a actividades independientes en la agricultura como agricultoras independientes y su capacidad de obtener un capital suficiente para poder emprender formas más rentables de trabajo no agrícola.

Género y políticas de desarrollo rural

¿Qué han hecho los gobiernos latinoamericanos para atender a las necesidades de las mujeres rurales y contribuir más al desarrollo económico rural? Hasta hace muy poco, los temas relacionados con el género estaban en gran medida ausentes de la mayoría de los documentos de políticas nacionales en materia de desarrollo rural y, más precisamente, de los programas y del financiamiento de importantes medidas de acción pública en las áreas de educación rural, investigación agrícola y transferencia tecnológica, creación de empleos, concesión de créditos y reforma agraria.[19] Desde mediados de los años noventa, algunos países como Colombia, Brasil y Costa Rica, en particular, han progresado en forma significativa en “integrar” las cuestiones de género en las zonas rurales en sus Planes de Igualdad de Oportunidades a nivel nacional y las políticas aplicadas en el sector agrícola, pero su implementación sigue siendo incipiente y desigual (FAO/RLC, 2002). Los estudios de casos indican que una real toma en consideración, a nivel programático, de las mujeres como beneficiarias en igualdad de condiciones con los hombres en los proyectos tradicionales de desarrollo rural, por ejemplo, mediante la prestación de servicios de extensión puede surtir notables efectos, tanto en términos de satisfacer las necesidades productivas de las mujeres rurales como en términos de mejorar la calidad global de la asesoría técnica (Banco Mundial, sin fecha y 2001; Ruiz y Strochlic, 2002). En programas innovadores orientados a mitigar la pobreza rural tales como el PROGRESA en México se consideran a las mujeres como directas beneficiarias de los pagos en dinero y se está dando una prioridad explícita a la educación de las jóvenes rurales (véase el capítulo escrito por Davis en este volumen). Además, en análisis previos de temas agrarios, se ha observado que la mayoría de los países latinoamericanos está haciendo un intento por incluir de mejor manera a las mujeres rurales en la asignación y aclaración de los derechos de propiedad sobre las tierras. Sin embargo, mucho queda por hacer para brindar un respaldo sistemático a las mujeres rurales y a su dinámica intervención en las economías rurales de América Latina.

Existen al menos tres posibles vías para implementar políticas desde una perspectiva de género en el desarrollo rural latinoamericano, algunas de las cuales comparten características que se superponen unas a otras. A partir de un diagnóstico detallado de las principales actividades económicas de las mujeres rurales, es posible sugerir el método más conveniente para una región o un país específico. El primer modelo consistiría en focalizar el respaldo a las mujeres en su calidad de agricultoras independientes; este modelo sería especialmente adecuado en un contexto caracterizado por un gran número de hogares dirigidos por mujeres que cuentan con algo de acceso a tierras o en regiones donde las mujeres asumen responsabilidades particularmente importantes en las labores agrícolas familiares (como en ciertos sectores de Los Andes, tal como lo describe Hamilton, 1998). Este tipo de intervención pondría el énfasis en facilitar el acceso de las mujeres a recursos productivos claves como la tierra y el crédito, así como en la capacitación y la asesoría técnica personalizada en función de los cultivos y las actividades que realizan las mujeres. Un segundo tipo de política rural diseñado desde una perspectiva de género podría tender a respaldar la participación de las mujeres en el mercado laboral extraagrícola: en cuanto a la oferta, se podría invertir en programas focalizados de alfabetización y de educación dirigidos a las mujeres, en una infraestructura y unos servicios de transporte que faciliten el traslado de las mujeres desde su residencia al lugar de trabajo[20] y en las guarderías infantiles comunitarias o en el lugar de trabajo[21]; por el lado de la demanda, se podría promover el trabajo rural, así como legislar y hacer respetar la igualdad entre hombres y mujeres en el mercado laboral. Algunos partidarios de esta idea hacen hincapié en mejorar las oportunidades de trabajo remunerado no agrícola de las mujeres, ya que la información disponible sugiere que es en este punto donde se encuentran las mayores ganancias relativas para las mujeres (Berdegué et al., 2001; Reardon, Berdegué y Escobar, 2001). Por último, en virtud de la importancia de las actividades independientes de las mujeres rurales, se podría dirigir la atención a “actualizar” las actividades con baja productividad y baja remuneración de las mujeres aportando capacitación y capital, al igual que mejoras a la infraestructura, así como programas que permitan aliviar en cierto modo la doble carga que representan para las mujeres el trabajo doméstico y la generación de ingresos.

Conclusiones

¿Cuáles podrían ser las conclusiones acerca de la intervención de la mujer en las economías rurales de América Latina?

Primero, se debe considerar la información existente sobre las tendencias de la población rural. La feminización de la población rural se correlaciona claramente con el sesgo masculino en la migración internacional. En efecto, en aquellos países (México y la mayor parte de Centroamérica) de los cuales emigra una mayor proporción de hombres que de mujeres a vivir y trabajar en Estados Unidos, también están aumentando la proporción de mujeres a hombres que viven en las zonas rurales. En gran parte del resto de la región, donde los costos relacionados con la migración a Estados Unidos son significativamente mayores, la proporción de hombres con relación a las mujeres han seguido aumentando en las zonas rurales debido a la mayor tendencia a emigrar de las mujeres tanto en el país como dentro de la región.

En cuanto a la evolución de la fuerza laboral rural, una vez más se puede apreciar diferencias significativas entre los países, incluso dentro del marco de una tendencia global marcada en la región al aumento de los índices de actividad económica rural femenina y una mayor representación dentro de la fuerza laboral rural. Considerando la región en conjunto, aproximadamente un tercio de las mujeres en edad de trabajar se considera económicamente activa y las mujeres representan más del 25 por ciento de la PEA rural total. Sin embargo, los índices de actividad económica rural de las mujeres fluctúan entre un mínimo de un 8 por ciento en Paraguay y un máximo de casi el 40 por ciento en Brasil; igualmente, el porcentaje de mujeres que compone la PEA rural también varía de un 9 a un 32 por ciento. Los cambios más rápidos en los índices de actividad económica rural femenina y en el porcentaje conformado por las mujeres en la PEA rural durante los últimos 20 años parecen estarse produciendo en algunos de los países en los que se ha aplicado en forma más dinámica la estrategia de exportaciones agrícolas no tradicionales, e entre los cuales se encuentran Ecuador, Chile, Guatemala y Honduras.

¿La feminización de la fuerza laboral rural se traduce necesariamente en una feminización de la agricultura? A nivel regional, las estadísticas oficiales sólo registran cerca de un tercio de mujeres rurales económicamente activas como trabajadoras agrícolas. Si bien estas cifras casi sin lugar a dudas subestiman las contribuciones no remuneradas de las mujeres a la granja familiar, parece ser que el empleo no agrícola en las áreas rurales es relativamente más importante para las mujeres que para los hombres. No obstante, al menos una parte del creciente número de mujeres que participan en el mercado laboral rural trabaja en la agricultura y algunos datos indican que las mujeres intervienen cada vez más en la fuerza laboral agrícola, nuevamente, en especial en los países que presentan grandes sectores de exportaciones agrícolas no tradicionales.

¿Cuáles son los factores que pueden explicar los cambios observados en la intervención de hombres y mujeres en la economía rural latinoamericana? Una serie de tendencias demográficas, sociales y económicas registradas durante los últimos 20 a 30 años convergen para generar profundos cambios en las competencias y necesidades relativas de la mujer de participar de manera más visible en las estrategias de subsistencia de sus familias. Las mujeres latinoamericanas que residen en áreas rurales presentan un mejor nivel educacional y tienen menos hijos que hace 20 años; esto les concede los conocimientos y el tiempo necesarios para incorporarse a la fuerza laboral rural. El número de mujeres jefas de hogares de las áreas rurales, tanto legítimamente como de hecho como resultado de la emigración masculina está en constante aumento, lo que implica que las mujeres deben convertirse en el principal o el único sostén económico de sus hijos. La liberalización económica ha incentivado a las familias a intensificar el uso de mano de obra no remunerada (y femenina) para cuidar los cultivos de subsistencia y el desarrollo de las exportaciones agrícolas no tradicionales ha creado una demanda sin precedentes de empleos temporeros asalariados para las mujeres de las regiones rurales. En conjunto, estas cambiantes circunstancias económicas y sociales han tenido consecuencias significativas en cuanto al espectro y a la naturaleza de la participación de las mujeres en las economías rurales de la región.

En último lugar, ¿cuáles son las restricciones que enfrentan las mujeres al desempeñar funciones cada vez más activas en la seguridad alimentaria del hogar, la generación de ingresos y la contribución a las ganancias de las exportaciones agrícolas? Es un hecho que las disparidades en función del género reinan en los mercados del trabajo rural y de capitales: existe una segregación en los mercados laborales, la remuneración de las mujeres es sistemáticamente menor que la de los hombres y el acceso a los créditos es mucho más difícil para las mujeres.[22] No obstante, hasta hace muy poco, se había prestado muy poca atención a la importancia de los derechos de propiedad sobre la tierra de las mujeres como fuente de promoción económica y social y de autonomización. Por lo tanto, una mayor igualdad entre hombres y mujeres en dos de las principales formas en que las mujeres pueden acceder a las tierras, a saber la sucesión y los programas de distribución y otorgamiento de títulos de propiedad patrocinados por el Estado, es un elemento esencial para que las mujeres puedan participar de manera más efectiva en la economía rural latinoamericana. La importancia del empleo no agrícola, en especial las modalidades de trabajo independiente de baja productividad, está siendo reconocida con el tiempo como una fuente esencial de ingresos independientes para las mujeres rurales de América Latina. Por este motivo, las políticas rurales desde una perspectiva de género deben prestar una mayor atención a las limitantes en términos de capital humano y financiero que enfrentan las mujeres rurales que viven en la pobreza, en sus intentos por construir su sustento a partir de actividades que a menudo se consideran marginales, como también a las verdaderas limitaciones que suponen las responsabilidades domésticas para la actividad económica de las mujeres.

Los estudios de género en las economías rurales latinoamericanas han progresado sustancialmente durante las últimas décadas. Los datos nacionales sobre indicadores esenciales como el trabajo rural y los ingresos son cada vez más desglosados por género, lo que permite a los investigadores y a los responsables de la formulación de políticas identificar los parámetros básicos de la participación de las mujeres en la fuerza laboral rural. Una mayor sensibilidad frente a las cuestiones de género por parte de los investigadores de temas agrícolas se ha traducido en una mejor documentación acerca de la naturaleza de la división del trabajo en función del género en la agricultura y algunas encuestas de hogares a escala nacional recopilan en la actualidad datos desglosados en función del género acerca de la propiedad de la tierra. No obstante, mucho queda por hacer todavía, tanto en la recopilación sistémica de información como en la realización de análisis orientados a la acción pública.

Existen tres áreas prioritarias en la tarea de mejorar los datos de los estudios de género en la economía rural: el empleo, el régimen de tenencia de la tierra y la migración. Las estadísticas laborales nacionales continúan subestimando en forma significativa los trabajos agrícolas, extraagrícolas e independientes de las mujeres rurales. La OIT y la FAO han elaborado recomendaciones detalladas para mejorar la recopilación de datos desglosados por género acerca del empleo rural a partir de encuestas de la fuerza laboral y censos agropecuarios, respectivamente, cuya implementación incrementaría en gran medida la comprensión de los responsables de la formulación de políticas acerca del espectro y del contenido del aporte de las mujeres rurales a la economía rural. También es imperativo que los censos agropecuarios latinoamericanos comiencen a recopilar información desglosada por género acerca de la tenencia de la tierra, el arriendo de tierras y otras formas de acceso a este recurso productivo clave. Por último, se deben revisar los censos demográficos y las estadísticas de inmigración para que los investigadores puedan efectuar un mejor seguimiento de los flujos migratorios nacionales y transnacionales por género y por área de origen (por ejemplo, entre zonas rurales y urbanas).

Futuras orientaciones para la investigación

Las principales tendencias en la intervención de la mujer en las economías rurales de América Latina sugieren varias áreas de investigación que podrían ser muy útiles para los responsables de la formulación de políticas. Primero, se requiere comprender mejor los efectos de los mayores niveles de educación en la participación de las mujeres en la fuerza laboral y en la propensión que tienen a emigrar. ¿Qué podemos esperar de la nueva generación de mujeres jóvenes de zonas rurales, muchas de las cuales están terminando la enseñanza secundaria? Segundo, un estudio cuantitativo comparativo de la agricultura “no tradicional” y de la industria rural en toda la región sería de gran utilidad para evaluar las estrategias de desarrollo rural más convenientes para las mujeres en términos de generación de mayores oportunidades de trabajo y de ingresos. Un tercer componente de una agenda de investigaciones atañe a las actividades informales emprendidas por cuenta propia que son muy importantes para tantas mujeres rurales latinoamericanas. Se debe investigar más acerca del funcionamiento de este sector, por ejemplo las formas de financiamiento, la comercialización y los vínculos con la agricultura y otros aspectos de la economía rural. Por último, un área de investigación que, sorprendentemente, ha sido poco abordada se relaciona con las estrategias de subsistencia y la formación de los hogares rurales encabezados por mujeres, los que constituyen un porcentaje cada vez mayor de la población rural y de los pobres que residen en zonas rurales.

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[8] Las cifras correspondientes para las mujeres entre los 25 y los 59 años oscilan entre los 8,2 años (urbanas) y los 4,3 años (rurales). Tal como se tratará con mayor detalle en las siguientes páginas, estas cifras presentan sesgos debido a la mayor probabilidad que las mujeres rurales con un mayor índice educacional emigren a las ciudades y, por ese motivo, aparecen registradas como urbanas en las estadísticas.
[9] Bradshaw (1995) también sugiere que las mujeres de zonas rurales quienes han sido abandonadas o que han quedado viudas, en especial las que carecen de acceso independiente a la tierra, son mucho más propensas a emigrar a las áreas urbanas, donde el mercado laboral ofrece mayores oportunidades para las mujeres.
[10] Este método calcula las probabilidades que presenta una persona de sobrevivir de un censo al siguiente, sobre la base de datos de fecundidad y mortalidad, los que luego se utilizan para proyectar la población urbana por edad y género. Esta población proyectada se compara luego con la población real para inferir los efectos del crecimiento por migración y reubicación (de localidades rurales a urbanas) (Naciones Unidas, 1996).
[11] El análisis se restringió a las personas adultas que no son jefes de familia, es decir, se concentró en los hijos e hijas adultos de familias que permanecían en las áreas de origen.
[12] Las estadísticas de migración internacional no hacen distinciones entre los emigrantes que provienen de áreas urbanas y rurales; por lo tanto, se desconoce si las estructuras de género reportados en el presente documento son similares para los emigrantes que provienen del espacio rural en comparación con la ciudad.
[13] Para conocer un extenso análisis de la paridad hombre-mujer y los mercados laborales mexicanos, véase Katz y Correia (2001), en especial los capítulos que versan sobre el trabajo rural.
[14] Muchos habitantes de zonas rurales utilizan el rastrojo y las mazorcas de maíz como combustible para cocinar y como alimento para los animales. Las familias que se encontraban en el tercil socioeconómico más pobre en el estudio de Preibisch, Rivera Herrejón y Wiggins (2002) dependían del rastrojo para el 79 por ciento de sus necesidades de combustible para cocinar. En la división local del trabajo por género, las mujeres son completamente responsables de conseguir el rastrojo y también, en gran parte, del cuidado de los animales.
[15] Dirven (2001) afirma que, en la medida en que la herencia siga siendo la principal forma de acceso a las tierras en la región, muchísimas tierras permanecerán inaccesibles a los jóvenes, que pueden ser agricultores más innovadores, hasta la muerte de sus padres. En este contexto, la sucesión de los bienes a las viudas, que sirve como una especie de “puente” en un sistema de sucesión mayormente patrilineal, retrasa aún más la cesión de recursos productivos a los jóvenes rurales.
[16] Un ejemplo de un impedimento legal a los derechos de propiedad sobre las tierras de las mujeres proviene de Honduras, donde los títulos de copropiedad sólo se pueden conceder a parejas casadas legalmente o parejas bajo el régimen de unión consensual que registren de manera formal sus sociedades domésticas. Sin embargo, los costos que implica formalizar las uniones consensuales son, a menudo, prohibitivos o al menos actúan como un elemento disuasivo importante para las parejas que, de no ser así, estarían dispuestas a registrar su propiedad a nombre de ambos cónyuges.
[17] En Honduras, ha habido bastantes oportunidades de trabajo asalariado no agrícola para las mujeres en la región norte del país, donde empresas conjuntas crearon empleos en zonas industriales de libre comercio para casi 50 000 personas, en su mayoría mujeres jóvenes. Parte de este trabajo, en especial en la industria textil, se realiza mediante acuerdos de subcontratación con comunidades locales, en los que la producción doméstica desempeña una función importante (Ruben y Van den Berg, 2001).
[18] Esto puede implicar que las imperfecciones que presenta el mercado laboral rural, incluido el sesgo por género, se traduzcan en un costo de oportunidad del tiempo de las mujeres algo menor al salario del mercado.
[19] Las iniciativas en materia de salud rural constituyen casi una excepción, ya que muchos gobiernos orientan sus programas de planificación familiar y salud reproductiva hacia las mujeres.
[20] En su estudio de las familias ejidales mexicanas, De Janvry y Sadoulet (2001) constataron que el efecto que tiene la educación para incentivar a participar en la mayoría de los trabajos asalariados no agrícolas y en las actividades emprendidas por cuenta propia, es más determinante para las mujeres que para los hombres. Sus datos también indican que un acceso más expedito a los centros urbanos influye en mucha mayor medida en los índices de participación de las mujeres en trabajos asalariados no agrícolas. En conjunto, estos resultados sugieren que la aplicación de programas educacionales y de infraestructura y transporte orientados a las mujeres podrían mejorar las oportunidades de obtener mejores ingresos para las mujeres de las áreas rurales de México.
[21] Los Centros de Bienestar Comunitario de Colombia constituyen un ejemplo especialmente promisorio en cuanto a los servicios de guarderías infantiles rurales (véase Perotti, 2000).
[22] Véase, por ejemplo, Psacharopoulos y Tzannatos (1992) y Kleysen (1996).

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