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Integración total de los intereses de los participantes

La integración completa, remedio ideal

La escasa productividad de lo que se ha dado en llamar el «pequeño monte particular» obedece esencialmente, según el análisis que precede:

a) a la fragmentación de dicho monte;
b) a la escasez de medios económicos y técnicos de que dispone cada propietario considerado individualmente.

De ello resulta que el mejor medio para mejorar la productividad de estos montes es la total concentración, bien entendido que ha de ser en el interior de un dominio homogéneo, de todas las fincas forestales que pertenezcan a pequeños propietarios, ya que los intereses de estos últimos se encuentran indisolublemente unidos por un contrato de carácter permanente. Ciertamente, gracias a esta fusión, podrá tratarse a la totalidad de tales montes como una unidad de gran tamaño. Los medios económicos de los propietarios, reunidos y aplicados a una unidad susceptible de un rendimiento interesante, tendrán más eficacia y hasta permitirán remediar la insuficiencia de sus conocimientos técnicos, al darles la posibilidad de procurarse el concurso de uno o varios forestales profesionales.

En efecto, esta solución se ha impuesto en muchos casos por el simple juego de la evolución histórica. A tal evolución se debe en muchos países la existencia de los «montes comunales».

Los montes comunales

Es lógico que, sea cual fuere el régimen de propiedad que las leyes oficiales impongan al monte en el país en que se encuentren aún poblaciones indígenas de civilización atrasada, estas poblaciones consideren, en su mayor parte, que una porción perfectamente determinada del monte es, si no propiedad en el sentido que damos a esta palabra, de una comunidad autóctona, al menos el lugar en que esta comunidad ejerce derechos exclusivos de caza, recolección, cultivo nómada, etc. Estas comunidades, económicamente débiles, han conservado para el monte en que ejercen sus actividades, el carácter de una propiedad colectiva.

En Europa, ha variado mucho la suerte de la propiedad forestal después del derrumbamiento de las grandes propiedades feudales. Pero si bien en diversas épocas se ha observado una decidida tendencia al reparto en especie de los bienes de orden forestal, así como de cualquiera otra especie, entre los miembros de la comunidad, el monte comunal ha subsistido en muchas regiones. Es difícil extraer conclusiones de su distribución en el espacio, ya que las circunstancias políticas han influído sobre su formación tanto por lo menos como las circunstancias físicas y económicas. Son poco importantes en los países nórdicos: 400.000 Ha. en Noruega, 1.260.000 en Suecia, 16.000 en Dinamarca (sobre una extensión arbolada total de 438.000 Ha. aproximadamente). Por el contrario, son muchos en las regiones montañosas. Se cuentan más de 18.000 en España, con una extensión global que rebasa en mucho los 6 millones de hectáreas (también aquí se trata de «montes» y no necesariamente de bosques propiamente dichos). En Francia, su superficie global es de más de 3 millones de hectáreas; en Italia, de cerca de 1.900.000 Ha., que representan la tercera parte de la totalidad de la superficie arbolada; mientras que en Suiza esta proporción se eleva al 72,7 por ciento del cual el 4,9 por ciento es propiedad de los cantones y el 67,8 por ciento de los municipios y corporaciones.

Este predominio del monte comunal en la montaña quizás pueda explicarse precisamente por la idea que se tiene de que, en condiciones de vida relativamente difíciles, y a falta de potentes medios económicos, el monte, bajo esta forma de propiedad, se halla en mejores condiciones de asegurar a la población los beneficios que tiene derecho a esperar: protección contra los aludes, la erosión, la caída de piedras, abrigo y a veces complemento de pastos para el ganado, y por último, producción de la leña indispensable y de la madera para la reparación de los edificios. Repartidos entre los miembros de la comunidad, estos montes quedarían entregados al capricho de cada individuo y correrían el riesgo de verse destruidos o empobrecidos hasta el punto de que no pudieran desempeñar sus indispensables funciones.

Son de una gran variedad las formas en que se presenta esta propiedad forestal colectiva, que tiene sus raíces en la historia. El caso más sencillo es aquél en que la propiedad se halla agregada a una unidad administrativa que presenta cierta autonomía legal, por ejemplo un pueblo, un municipio rural, o una ciudad. Hay reglas, bien aplicables en escala nacional, bien privativas de una región y hasta de cada unidad administrativa, que cuidan de adjudicar los derechos de cada habitante a los productos del monte, en especie o en efectivo. Asimismo, las autoridades responsables de la gestión de estos montes las designan los hábitos o las ordenanzas locales, regionales o nacionales.

Pero sucede con frecuencia que no existe una coincidencia exacta entre la propiedad y una unidad administrativa normalmente constituida. Por ejemplo, un monte puede pertenecer solamente a los habitantes de un caserío que forme parte de un término municipal más extendido. Por el contrario, puede pertenecer a varios municipios o a varios caseríos que formen parte de distintos términos municipales. También en estos diversos casos las responsabilidades de la gestión y las formas de reparto de los productos las fijan los reglamentos establecidos por la larga evolución histórica de tales comunidades. Sin embargo, de una manera general, basta que un individuo habite de modo permanente en el pueblo, el municipio o la ciudad propietaria del monte, para que participe, por lo menos al cabo de un cierto tiempo de residencia, de las ventajas de dicha propiedad.

Interés del monte comunal

Esta forma de propiedad colectiva ofrece un considerable interés. Naturalmente, no garantiza por sí sola al monte unas condiciones óptimas de gestión, pero crea en cada colectividad propietaria un espíritu favorable para su conservación y buen cuidado. Tan felizmente se ha desarrollado este espíritu en ciertos países, que puede concederse una absoluta libertad a las unidades administrativas en la gestión de sus montes, la cual aseguran utilizando todos los técnicos forestales que sean necesarios, auxiliados por un personal bastante numeroso y convenientemente formado. El Estado o los organismos administrativos superiores no intervienen más que para fijar de una manera muy amplia la política forestal del país y las reglas generales para su aplicación, que naturalmente se imponen entonces a la colectividad. Puede intervenir también, si fuere necesario, para ayudar económicamente a una colectividad a realizar trabajos importantes, por ejemplo, la construcción de un camino o la repoblación de un terreno inutilizado.

Sin embargo, si resultase necesaria una intervención más estricta por parte del Estado, esto es muy factible, ya que el propietario interesado es una colectividad administrativa, y tiene perfecta justificación puesto que el Estado ejerce sobre dicha colectividad una cierta tutela y debe adoptar todas las medidas útiles para que las propiedades colectivas sean regentadas, no sólo en interés de la población actual, sino en el de las generaciones por venir.

Otra de las ventajas de esta forma de propiedad, es que permite resolver con gran flexibilidad el problema de la pugna entre los intereses locales y los intereses más generales, problema al que ya hemos hecho referencia anteriormente. Nada se opone, en efecto, a que los habitantes de una colectividad propietaria de montes reciban su parte de renta en especie, en lugar de en efectivo. En tanto que sea indispensable a los habitantes de la colectividad una cierta categoría de madera, el monte, en cuanto sea posible, será tratado en forma que satisfaga tal necesidad. Cuando esta última no se deje ya sentir, podrá modificarse el tratamiento en consecuencia, a fin de que el monte pueda servir los intereses más generales y al mismo tiempo asegurar a la colectividad una renta igual o superior a la que obtenía anteriormente.

Se advierte el interés que ofrece esta forma de propiedad colectiva por un síntoma que no puede dar lugar a equívoco: ciertos países en los que no existe o son poco propensos a desarrollarla. Tal es el caso de Turquía, por ejemplo, donde los pueblos y municipios situados en regiones alejadas de los montes, deben plantar una superficie de 5 hectáreas por lo menos. El Estado cede gratuitamente los terrenos de dominio público utilizables para tal fin, o bien se efectúan las plantaciones en terrenos que pertenecen a la misma colectividad. En 1951, más de 400 pueblos habían plantado ya bosques y su número continúa creciendo. En Chipre, se han constituido igualmente montes de los pueblos, en general por medio de la plantación y es además una política general en los territorios sometidos a la administración británica.

En América del Norte, no se han producido los acontecimientos históricos que en otros lugares dieron lugar a la constitución de los montes de los pueblos o de las comunidades administrativas y por tanto, esta forma de propiedad es allí excepcional. No obstante, también allá se observan tendencias a la constitución de montes de los pueblos o de las comunidades rurales. Se puede atribuir a esta tendencia la organización de los montes escolares, pero éstos tienen fundamentalmente por objeto la educación y la propaganda, además de una incontestable utilidad.

Resulta más interesante todavía observar que en los países en donde no existe la propiedad forestal particular, se ha considerado útil, sin embargo, constituir un tipo, si no de propiedad colectiva, al menos de disfrute colectivo del monte, que se le asemeja mucho. En efecto, la U.R.S.S. ha cedido a los koljoses muchos millones de hectáreas de montes, de cuya gestión se encargan ellos, bajo la ispección de la administración central. Se ha reconocido así el hecho de que se debe conceder cierta preferencia a satisfacer las necesidades de madera de las poblaciones rurales vecinas a los montes. En efecto, en tales montes es donde los koljoses han de recoger la leña y la madera de construcción que les son precisas para su propio consumo. En cuanto a los koljoses que no han podido beneficiarse de la cesión de estos montes, se sabe que la política general de la U.R.S.S. es establecer en ellos plantaciones de árboles, sobre todo en forma de cortinas protectoras de los suelos y los cultivos contra los efectos erosivos y desecantes del viento. Es cierto que, según informaciones recientes, la gestión de los montes de los koljoses no ha dado completa satisfacción. Sin embargo, no parece que haya de modificarse el principio, y lo más probable es que tenga que reforzarse la vigilancia para asegurar a estos montes un tratamiento de acuerdo con las necesidades de los koljoses interesados y también del propio país.

Otros países hay en que el monte pertenece en su totalidad al Estado, pero necesariamente habrán de dictarse disposiciones para asegurar a las poblaciones rurales vecinas de los montes que van a satisfacerse sus necesidades de madera. La institución, de hecho o de derecho, del «derecho de uso» responde a esta necesidad, de manera más o menos acertada, según el control que se ejerza sobre el disfrute de tales derechos. En Tailandia, por ejemplo, donde no existen montes particulares, el Servicio Forestal sólo ejerce vigilancia sobre las «especies reservadas» (especies de calidad comercial), mientras que cualquiera puede cortar con toda libertad las especies «no reservadas».

Los montes de corporaciones

La propiedad forestal colectiva, tal como resulta de la evolución histórica, no siempre está afecta a una unidad administrativa. No es preciso que nos extendamos demasiado acerca de los montes pertenecientes a congregaciones religiosas, que son muchos no sólo en Europa sino también en ciertos países musulmanes, aunque en este último caso se trate de un derecho perpetuo de usufructo más que de una verdadera propiedad. Puede decirse, en efecto, que la colectividad que se beneficia de estos derechos, si no tiene una unidad administrativa civil, posee una unidad administrativa religiosa, de tal forma que los dos casos son muy afines. Los montes colectivos que pertenecen a organismos públicos de beneficencia, y cuya gestión se encuentra bajo la vigilancia más o menos directa del Estado, no necesitan tampoco de explicación particular.

Por el contrario en cierto número de casos los derechos a la propiedad colectiva han adquirido un carácter totalmente personal. Ya no dependen de la pertenencia del individuo a una colectividad administrativa cualquiera, sino que van unidos a su persona y se transmiten a sus descendientes. A estos montes se les puede designar con el nombre que se les ha dado en Suiza, en donde se hallan relativamente desarrollados, o sea, «montes de corporaciones».

En dicho país, los referidos montes abarcan unas 40.000 Ha., que representan el 12 por ciento de la superficie forestal particular. En la Alemania Federal, los montes análogos cubren 280.000 Ha., o sea el 4 por ciento de la totalidad de la superficie forestal y en Austria, 138.000 Ha., es decir, aproximadamente la misma proporción de la total superficie arbolada, pero estas dos cifras comprenden también los montes pertenecientes a sociedades de más reciente formación. Existen en Francia y otros países de Europa montes del mismo tipo.

Esta forma de propiedad se ha organizado históricamente por voluntad de los propios individuos que han constituido la corporación, pero evidentemente bajo la presión de las condiciones económicas. En Suiza, por lo menos, muchas de ellas son corporaciones alpícolas, es decir, que además de sus montes poseen vastas montaneras y, en general, se constituyeron en un principio, precisamente para la explotación en común de tales montaneras. En el Cantón de Schwyz, por ejemplo, existen muy importantes corporaciones de este género, que agrupan a varios millares de afiliados y que poseen diversos miles de hectáreas de pastos. Ciertos montes, a los que se les denomina de «bourgeoisie» pertenecían en un tiempo a los ciudadanos de una localidad, pero como los derechos de propiedad estaban vinculados a su persona y no a la ciudad, actualmente constituyen los «montes de corporaciones».

Naturalmente, estos montes de corporaciones son totalmente independientes de las modernas unidades administrativas. Su administración responde a reglas fijadas en la antigüedad y generalmente sumamente severas, correspondiendo la última instancia a la asamblea de los miembros de la corporación.

Como ocurre con todas las demás formas de propiedad, el simple hecho de ser un «monte de corporación» no significa necesariamente que haya de estar bien tratado. Por lo menos, se libra de los inconvenientes de la parcelación. Por otra parte, la corporación, sobre todo si dispone de otros bienes aparte de los montes, por ejemplo, montaneras de gran rendimiento, goza de rentas suficientes en general para asegurar a sus propiedades boscosas un tratamiento conveniente, y realizar, si a ello hubiera lugar, las inversiones necesarias para mejorar su rendimiento.

Los montes de sociedades

Las mismas ventajas podría obtener evidentemente toda sociedad que, integrada por propietarios de montes, se constituyese con objeto de asegurar la gestión de los montes, aportándolos los propietarios a la sociedad de forma que puedan ser tratados como un solo y único monte.

Al parecer, en ninguno de los países en que se halla legalmente reconocida la propiedad particular de los montes, existen obstáculos legales que se opongan definitivamente a la constitución de tales sociedades. Técnicamente, quizás sea difícil determinar el valor relativo de los distintos montes que las sociedades aporten, para poder asignar a cada uno de ellos una parte equitativa del capital de la sociedad; conviene, en efecto, tener en cuenta tanto el valor actual de la masa existente como de la futura capacidad de producción del suelo. Esto, sin embargo, no es un obstáculo insuperable.

Existen, además, en muchos países montes pertenecientes a sociedades y algunos de ellos de gran extensión. En los Estados Unidos, unos 400 montes particulares abarcan más de 20.000 Ha. La mayor parte pertenecen a sociedades. Las sociedades industriales, cuya principal actividad es el aserrío o la fabricación de pasta, poseen en conjunto más de 20 millones de hectáreas de montes. En Finlandia, las compañías industriales poseen 1.400.000 Ha. en unidades cuya dimensión media es de 36.000 Ha. En Suecia, sus propiedades constituyen el 26 por ciento de la superficie total arbolada del país. En los Estados Unidos, lo mismo que en el Brasil, las compañías ferroviarias se cuentan entre los mayores propietarios de montes. En este último país, una de ellas ha procedido a vastas plantaciones de eucalipto para alimentar de combustible a sus máquinas, y ciertas compañías metalúrgicas proceden de igual modo para procurarse en las más cómodas condiciones de transporte y de explotación la leña que necesitan. Asimismo en Italia y España, hay ciertas compañías industriales de fabricación de pasta que se han constituído o se constituyen, por medio de la plantación, importantes montes artificiales. Ciertas sociedades, puramente comerciales, tratan de hallar en la adquisición de masas forestales un medio de colocar el capital en condiciones de seguridad singularmente interesantes.

Semejante tendencia es sin duda favorable desde el momento que suprime los inconvenientes de la fragmentación del monte, y en la medida en que, cuando se trata de plantaciones, se efectúan éstas encuadradas dentro de un aprovechamiento racional de los suelos, es decir, en terrenos que la agricultura no podría emplear con mayor provecho, teniendo en cuenta las condiciones económicas del país. Por otra parte, cuando los montes pertenecen a grandes sociedades industriales, que utilizan la madera como materia prima, por ejemplo, para las fábricas de pasta, la importancia de los capitales invertidos en esas industrias y la imposibilidad de amortizarlos en unos años solamente constituye ya una seria garantía, si bien no sea absoluta, de que los montes van a someterse a un tratamiento racional, especialmente orientado hacia un rendimiento sostenido. En efecto, las grandes sociedades de la industria maderera, propietarias de montes en los Estados Unidos y en los países del Norte de Europa, cuentan con un numeroso personal de técnicos forestales. Si como sucede en las más importantes, sus fábricas se hallan equipadas de modo que puedan aprovechar de la manera más económica y más sencilla todas las calidades de madera provenientes del monte, se logrará una perfecta integración no sólo en el interior de las fábricas, sino entre éstas y el monte que las alimenta. Todas estas ventajas desaparecen, sin duda, si las sociedades en cuestión se fundan con un escaso capital desembolsado y sólo tienen por Objeto una amortización rápida, o bien no buscan más que una ventajosa especulación. Aun en los casos más favorables, existe siempre el riesgo de que un grupo de accionistas, cuyos intereses no coincidan con una sana gestión de la empresa, llegue a predominar en la sociedad y la conduzcan por los caminos de la especulación, lo que sería en detrimento del monte.

Posibilidades de extensión del monte de sociedad

Todas las sociedades a que nos hemos referido en los párrafos anteriores tienen un carácter común. Se trata de sociedades industriales y comerciales, cuyo fin último no es la explotación del monte. Para ellas, éste no constituye más que un accesorio, aun tratándose de las grandes sociedades de la industria maderera, pues fácilmente podría imaginarse que se alimenten de materia prima de los montes que no les pertenecen, y esto es precisamente lo que ocurre en general con una parte por lo menos de sus suministros. En su mayoría, se hallan constituidas de manera totalmente distinta de la que se había previsto al principio del presente capítulo. No se trata de pequeños, medianos ni grandes propietarios de montes que se hayan agrupado para facilitar la explotación de estos montes y sacar de ellos una renta mejor, sino de individuos que disponen de capitales que se han agrupado para constituir un establecimiento industrial o para organizar una empresa comercial y que han encontrado beneficioso, ora para la alimentación de esta industria, ora para efectuar una inversión, adquirir una superficie forestal más o menos importante.

Preciso es observar además que, en algunos países, se han hecho tentativas interesantes para hacer participar a los pequeños suscriptores en sociedades de este género. Se trata del mismo principio de las sociedades por acciones, que permiten a los poseedores de pequeños capitales participar en una empresa de gran importancia; pero cuando tal sociedad adquiere o posee un monte, éste no significa para los accionistas más de lo que puedan suponer los demás bienes que constituyen el activo de la sociedad. La originalidad de las tentativas hechas en Chile estriba en la constitución de sociedades que engloban en realidad dos organismos, una comunidad forestal y una cooperativa agrosilvoindustrial. Una de estas sociedades, por ejemplo, se propone adjudicar a cada participación comprada por un cooperador, cuyo valor será de 50.000 pesos que han de suscribirse en diversas anualidades, la propiedad de una parcela, bien es cierto que no individualizada, de un monte de 20.000 Ha., constituyendo así un capital social de 1.000 millones de pesos, que será utilizado para construir una inmensa industria forestal integrada, alimentada por el citado monte, y para la realización de importantes instalaciones turísticas. Al capital así invertido se le remunera en forma de renta vitalicia y los cooperadores se beneficiar de las diversas ventajas, lo que hace sumamente atractiva la propuesta. Consta ésta también de una participación en varias loterías nacionales y de un seguro de vida que garantiza, en caso de muerte del comprador antes de haber saldado la totalidad del importe que le corresponde, la liquidación de la parte que resta por entregar.

Se trata pues de un proyecto muy ingenioso, que al mismo tiempo que evita la parcelación de una masa arbórea, permite interesar a varias personas en su explotación racional, despierta en ellas el sentido forestal y asegura el desarrollo de una industria íntimamente vinculada al monte. La forma cooperativa que la legislación chilena permite dar a semejante sociedad le asegura importantes ventajas en materia de impuestos.

La concentración obligatoria de los montes parcelados

Pero la simple agrupación voluntaria de los pequeños propietarios, aunque como se ha dicho no esté en absoluto excluida por las legislaciones, es poco frecuente. Dicho en otros términos, la propiedad colectiva de los montes que, como hemos visto, tantas veces se ha organizado por sí sola en el transcurso de la historia, sólo muy rara vez se reconstituye de forma voluntaria, a partir de las parcelas de montes de propiedad particular, a pesar de los inconvenientes que presenta esta parcelación y de la evidente ventaja de una integración completa.

La razón de ello, preciso es buscarla esencialmente en el particularismo del propietario privado. Por una integración total de su monte en la propiedad de una asociación colectiva, el pequeño propietario pierde evidentemente la libertad de explotar donde quiere y cuando quiere los productos que mejor le parezca. Quizás pudiera hallar una compensación a esta pérdida de libertad, como ocurre con los montes comunales en que se autoriza a los habitantes a recibir en especie, cada año o a intervalos regulares, productos procedentes del monte. Sin embargo, esta no sería más que una compensación parcial: el bosque no podría desempeñar ya el papel de ahorro para los tiempos difíciles que juega tan a menudo para el pequeño propietario. La venta de sus participaciones en la sociedad le privaría para siempre de sus derechos sobre el suelo.

No existe actualmente ningún país, que nosotros conozcamos, en donde la legislación exija normal y obligatoriamente que se agrupen los propietarios particulares, con integración completa de sus propiedades en una unidad de gestión. Sin embargo, ciertas cooperativas, en Alemania, hallan su origen en leyes de este género, promulgadas en casos específicos antes de la formación del imperio.

Así es como las Jahnschaften de Olpe (Hesse) se constituyeron en cumplimiento de un reglamento del Gran Duque de Hesse, que databa de 1810. A partir de esta fecha y hasta 1848, 5.000 hectáreas de monte repartidas entre 2.000 propietarios se juntaron en 36 «cooperativas de propiedad», es decir con una integración completa de las parcelas arboladas. En 1897, fueron objeto de un reglamento forestal especial, que procuraba la conversión en monte alto o fustal, con intervención del Estado, del monte bajo o tallar que comprendían, lo que contribuyó mucho a reanimar el interés de los cooperadores por su propiedad común. Las Haubergsgenossenschaften de Siegen (Wester-wald) con 225 asociaciones que abarcan 30.125 Ha. y 11.000 propietarios presentan un caso análogo, incluso con la conversión del monte bajo en monte alto.

En el mismo orden de ideas, siempre en Alemania, se puede citar también el reglamento de silvicultura publicado en 1854 en el distrito de Wittgenstein (Rothaargebirge), que obligó a los pequeños propietarios de los terrenos baldíos de 55 pueblos a agruparse en cooperativas destinadas a lograr en ellos la repoblación. Estas cooperativas eran no obstante de un tipo menos rígido que las del caso precedente, pero apenas tuvieron un mediocre éxito, ya que sólo tres de ellas pudieron organizarse agrupando en total 430 hectáreas. Se juzgaron causas de este fracaso los gastos importantes que requirió la repoblación y la pérdida de interés de los propietarios, al quedar privados de sus respectivas tierras.

Es innegable, no obstante, que la formación, voluntaria o no, de asociaciones de este género se facilita sensiblemente si los terrenos que hay que agrupar contienen masas homogéneas y de escaso valor, como, por ejemplo, fustales que se pretenda enriquecer, o los constituyen terrenos desnudos e inutilizados que se desee repoblar. Por lo menos, desaparece una de las dificultades: la de evaluar exactamente las diferencias de valor de los terrenos agrupados. Surge evidentemente un elemento de interés: el de valorizar, mediante un esfuerzo común, fincas cuya renta es casi insignificante.

El caso de las «unidades» de México

Actualmente existe, sin embargo, un caso en el que puede imponerse una cierta forma de agrupación a los propietarios particulares cuyos montes se encuentran incorporados a una unidad de explotación. Es éste el caso previsto por la ley forestal mexicana que, en su artículo 13, instituye las «Unidades Industriales de Explotación Forestal».

En efecto, este artículo declara de utilidad pública la constitución en los montes, sea cual fuere su régimen de propiedad, de «Unidades» destinadas al abastecimiento de madera de una industria. La «Unidad» puede, pues, englobar lo mismo propiedades forestales particulares que montes nacionales o montes que pertenezcan a colectividades administrativas, como los montes ejidales y comunales. El propietario no pierde el derecho de propiedad de su terreno ni del bosque que encierre. Tampoco tiene que constituir una asociación con los propietarios cuyos montes se encuentren englobados en la misma «Unidad». Pero su monte se halla integrado en un plan de ordenación general para toda la «Unidad». Las explotaciones deben pues atenerse a este plan y la madera apeada se le reserva a la fábrica beneficiaria de la «Unidad». Los precios se negocian libremente entre el propietario de cada monte y la Sociedad beneficiaria, pero, en caso de desavenencia, los fijan las autoridades administrativas. El plan de ordenación, si la «Unidad» comprende montes ejidales y comunales, debe tener en cuenta la satisfacción de las necesidades de madera de las poblaciones rurales, propietarias colectivas de dichos montes. Corresponde a la Sociedad industrial que proyecta establecerse solicitar la constitución de una «Unidad» y ésta sólo se concede mediante serias garantías. La declaración de utilidad pública resulta de un decreto del Presidente de la República. La solicitud de la Sociedad debe ir acompañada de un plan de ordenación de la «Unidad» basado en un reconocimiento detallado que se somete a una comprobación detenida. Una investigación a fondo toma en consideración los diversos intereses que entran en juego, y se oye el parecer del Ministerio de Economía, del Ministerio de Agricultura y, si hubiese lugar, de la Dirección de los Servicios Agrícolas Ejidales.

Este régimen funciona de manera eficaz y ha dado buenos resultados. Tiene la ventaja de que logra una íntima integración de la industria y de los montes que la alimentan de materia prima, y suprime las dificultades que entraña la fragmentación del monte para la aplicación de un plan de ordenación racional. Sin embargo, no es seguro que pueda aplicarse con facilidad tratándose de pequeños bosques muy parcelados (el monte de México no se encuentra en este caso). También presenta inconvenientes. Difícilmente puede establecerse un precio equitativo para los propietarios forestales, a falta de una competencia entre los compradores. A una compañía industrial se le concede un privilegio considerable. Igualmente sustraída a toda competencia, sólo se ve medianamente estimulada a perfeccionar su equipo, sus métodos de explotación y el aprovechamiento integral de los materiales procedentes del monte. Es evidente que estos inconvenientes pueden superarse, por lo menos en parte, imponiendo a la sociedad, a cambio de los privilegios de que goza, una estricta intervención del Estado. En los Estados Unidos, una legislación relativamente reciente permite la integración de todo un monte nacional o de parte de él con el monte de una empresa industrial, con el fin de asegurar a ésta un suministro suficiente, con la garantía de un rendimiento sostenido. No obstante el procedimiento muy prudente que se aplica, esta legislación, en ciertos círculos, ha sido objeto de vivas críticas, se pretexto de que podría favorecer a ciertas empresas, sobre todo para su abastecimiento de materia prima y desde el punto de vista de la contratación de su mano de obra. Estas críticas podrían aplicarse igualmente a las «Unidades» pero, lo mismo en un caso que en otro, la estricta intervención del Estado en la empresa beneficiaria puede salvar estas dificultades. Cuando se trata de bosques de difícil explotación, quizá vírgenes todavía, pero sin embargo fragmentados desde el punto de vista de la propiedad (caso que se presenta especialmente en América del Sur) la adopción de un sistema análogo al de las «Unidades» puede ciertamente facilitar su desarrollo, asegurándoles asimismo un tratamiento racional.

Obstáculos que se oponen a la concentración integral de los montes parcelados

Dejando a un lado el caso excepcional de las «Unidades», conviene observar que el particularismo de los propietarios forestales privados no es siempre el único obstáculo que se opone a la constitución de sociedades del tipo a que nos referimos en el presente capítulo, es decir, las sociedades cuyo capital se halla fundamentalmente constituido por las fincas forestales que pertenecen a los miembros de la sociedad, los cuales hacen cesión de ellas con vistas a una participación en los beneficios que la sociedad obtenga de la explotación de una masa forestal suficientemente extendida para ser tratada en las mejores condiciones posibles.

A veces, los obstáculos son de orden legal y quizás convendría que los gobiernos a quienes se les plantea el problema de la fragmentación del monte revisasen con todo detenimiento las leyes nacionales relativas a la constitución de sociedades con el fin de eliminar, en beneficio de los pequeños propietarios forestales, las dificultades que podrían encontrar para agruparse. En efecto, las leyes sobre las sociedades se han concebido, en conjunto, de forma que faciliten o limiten, que reglamenten o vigilen la constitución de sociedades comerciales o industriales. Las sociedades forestales de este tipo, no tienen, en efecto, un fin comercial: los montes que constituyen la mayor parte de su capital serán productores de renta, aún sin constituirse estas sociedades. Estas últimas tienen como objetivo fundamental la gestión.

El hecho de que la legislación sea a veces inadecuada para favorecer la formación de tales sociedades se revela de manera típica en el caso de Francia, que recientemente ha debido reformar la suya a tal efecto.

Los propietarios franceses deseosos de agruparse, hasta entonces, en efecto, sólo tenían la posibilidad de recurrir a tres formas de asociación. La sociedad comercial o industrial ordinaria, sujeta a impuestos desproporcionados con las rentas previstas, sobre todo cuando la sociedad se funda esencialmente con el fin de repoblar los terrenos interesados, no podía convenir evidentemente. La sociedad cooperativa quedaba exenta de tales impuestos, pero, por definición, excluía la fusión completa de las fincas arboladas, quedando cada cooperativa en posesión de su terreno. Por otra parte, concebida esencialmente para los agricultores, se prestaba muy mal al cálculo de la remuneración correspondiente a cada miembro de la sociedad en caso de que los beneficios excediesen, al fin del ejercicio, del importe de los intereses fijos percibidos por estos miembros sobre sus respectivas participaciones en la cooperativa. Por último, a la sociedad civil, merced a una legislación reciente, apenas la gravan otros impuestos que los que pesarían normalmente sobre cada uno de los miembros de la sociedad, y se prestaba perfectamente al objeto perseguido, pero su constitución, al necesitar del acuerdo unánime de los interesados (y, por consiguiente, de la determinación precisa de todos los propietarios, determinación que, tratándose de propietarios parcelados es a veces muy difícil), presentaba muchas veces dificultades insuperables. Un cuarto tipo de agrupación, la asociación sindical, que puede realizarse sin el acuerdo unánime de los propietarios, sólo podía prestarse a la ejecución de trabajos particulares, por ejemplo, trabajos de repoblación, pero no a la gestión de los bosques constituidos o después de su constitución.

Ha sido necesario dictar un decreto en 30 de diciembre de 1954 para adaptar mejor las posibilidades de agrupación a las necesidades de los propietarios forestales y, en particular, para permitir la fusión de los terrenos arbolados que les pertenecen.

Este decreto permite la constitución de «agrupaciones forestales» que tienen por objeto «la constitución, mejora, equipo, conservación o gestión de una o varias masas forestales» y todas las operaciones que con ello se relacionan, excluidas aquellas que no constituyan «una prolongación normal de la actividad agrícola», es decir, de las actividades propiamente industriales o comerciales. Esta agrupación es análoga a una sociedad civil: las personas físicas o morales que a ella se incorporan quedan exentas del pago de todo derecho o impuesto de transferencia sobre el valor de los bienes que aportan- a la agrupación; el valor de estos bienes está representado, no por acciones negociables, sino por participaciones que no pueden cederse a terceros ajenos a la agrupación más que con el consentimiento de la mayoría de los asociados. Fuera de esto, hay dos casos por lo menos, en que la formación de la «Agrupación forestal» no necesita de la adhesión de la totalidad de los interesados. Primeramente, el caso de un monte que, después de un reparto o de una herencia se encuentra pro indiviso, situación que, según los términos del Derecho francés, acarrea la deplorable fragmentación del monte tan pronto como un propietario desea salir de esta indivisión. A partir de entonces, los demás propietarios podrán, si representan por lo menos los dos tercios del conjunto, organizar una agrupación forestal que pueda adquirir los derechos pro indiviso de aquellos copropietarios deseosos de apartarse del mismo. Existe también el caso de los propietarios de fincas comprendidas en «sectores de repoblación». Estos pueden ser instituidos por el Ministro de Agricultura, en cumplimiento de una ley de 1942. Son partes de territorio en las que se considera la repoblación como trabajo de utilidad pública. La ley del 30 de diciembre de 1954 da, además, al Ministro la posibilidad, en estos sectores de repoblación, de obligar a todos los propietarios o a parte de ellos a constituir una asociación sindical denominada «asociación forestal», para ejecutar los trabajos de repoblación y la gestión de los montes una vez constituídos, a menos que estos propietarios no decidan fundar una «agrupación forestal».

Vemos por este ejemplo que los obstáculos que pueden oponer las legislaciones a la constitución de asociaciones forestales que permitan la fusión completa de las fincas que pertenecen a los miembros de la asociación, no son siempre de carácter exclusivamente fiscal. Son, sin embargo, los obstáculos principales. Si de una manera general se conceden, en la mayoría de los países, importantes ventajas fiscales (y de otro orden) a los propietarios que desean repoblar, con frecuencia las leyes fiscales son relativamente desventajosas para los montes constituidos, y conviene no agravar estas condiciones si se puede favorecer la formación de asociaciones destinadas a facilitar la gestión de estos montes.

La fragmentación paralela de las industrias madereras y sus remedios

Si la parcelación de la propiedad forestal constituye en algunos países un grave problema, aún hay otro del mismo orden que afecta a un número más importante y que, sin embargo, pasa muchas veces inadvertido, sin duda porque las estadísticas sobre esta materia son poco abundantes: es éste la fragmentación de las industrias madereras.

Esta fragmentación no existe en las industrias primarias modernas de la pasta, o de las planchas de fibra por ejemplo, que exigen la inversión de importantes capitales. Por el contrario, es sumamente marcada en la industria de la serrería, que es todavía, con mucho, la que absorbe las mayores cantidades de madera procedente de los montes. Como acabamos de decir, se tienen pocos datos numéricos sobre esta materia. Sin embargo, la multiplicidad de pequeñas empresas de aserrío es una característica, señalada en todos los países europeos, de sus industrias forestales.

Los Estados Unidos, hacia 1950, contaban con unos 39.000 aserraderos, de los cuales 38.000 tenían una producción anual inferior a 11.800 m³. de madera aserrada. La producción de muchas de las serrerías es naturalmente muy inferior a esta cifra y en Europa se reduce a unos centenares de metros cúbicos únicamente. Grecia cuenta con 1.100 serrerías mecánicas y como el volumen de madera de labra e industrial explotada anualmente en este país en de unos 250.000 m.³ de madera rolliza, se puede calcular que absorben una media de 250 m³. solamente de madera rolliza como máximo cada año.

En los países de las demás regiones, la situación apenas es distinta aunque con mis frecuencia el aserrado de las maderas sea en ellos todavía una operación puramente manual. En el Paraguay, por ejemplo, se cuentan de 500 a 600 empresas de aserraderos a hilo, más una decena de serrerías mecánicas. En el Pakistán Oriental el aserrado a hilo es casi el único método de producción de las serrerías. Naturalmente el rendimiento es muy escaso, bastante inferior a una décima de metro cúbico por hombre y día. Algunos países se hallan mejor equipados pero, aun en ellos, el número de serrerías es relativamente muy elevado. En las Filipinas, se cuenta con 400 para una producción media anual de 1.060.000 m³. de madera aserrada, o sea una producción anual media por serrería de 2.650 m³.

Estas serrerías, en su mayor parte, explotan ellas mismas el monte en una parte por lo menos de la madera que absorben, pero también compran trozas, ya a los pequeños propietarios forestales que los explotan, ya a pequeñas empresas de explotación. Estas últimas son todavía mayores en número que las serrerías. Por otra parte, muchas de las pequeñas serrerías, además de la madera que ellas mismas explotan, practican el «trabajo de encargo», para las necesidades de las poblaciones rurales, de manera que la madera aserrada que producen sólo por una parte entra en la corriente comercial.

Fácilmente se explica la multiplicidad de pequeñas serrerías que existen. Siendo la madera rolliza una materia prima de difícil transporte, pero indispensable generalmente a la vida de todas las comunidades rurales, se ha visto naturalmente favorecida la instalación en las proximidades de las zonas arboladas de pequeñas serrerías capaces de satisfacer las necesidades de estas comunidades. Puede pensarse que el desarrollo de los medios de comunicación y la mecanización de los transportes ha de acarrear poco a poco su desaparición. Así sucede, en parte, pero estos hechos se han producido, principalmente, hasta ahora, precisamente en el país donde la fragmentación de la propiedad forestal se halla más acentuada. Es probable que esta parcelación, que facilita el aprovisionamiento de materia prima a las pequeñas empresas, aun a costa de una intensa competencia entre estas últimas, no sea ajena al hecho de que las pequeñas serrerías subsistan todavía. Ocurre con frecuencia que esta pequeña serrería es además, para su propietario, una empresa accesoria. Generalmente, este último es agricultor y su aserradero sólo funciona durante los períodos estacionales de inactividad, con ayuda de su familia o de un pequeño número de obreros.

La existencia de la pequeña serrería presenta ventajas indudables. Facilita la vida de las aglomeraciones rurales, proporcionando empleo por una parte a algunas personas y procurando, por otra, a los habitantes, en las mejores condiciones económicas posibles, la madera de construcción que les es precisa. Constituyen pequeños centros industriales y, cuando llegan a integrarse, como sucede a veces, en una industria secundaria, fábrica de muebles, instrumentos agrícolas, etc., pueden hasta convertirse en un verdadero elemento de prosperidad para la comunidad. Evidentemente, el desarrollo de tales empresas es recomendable en las aglomeraciones rurales mal atendidas, que dispongan de un excedente permanente o estacional de mano de obra agrícola.

Sin embargo, en conjunto, la multiplicidad de pequeñas serrerías es sensible por muchas razones. La principal es que, por causa de la insuficiencia de los capitales de que suelen disponer sus propietarios, éstos se encuentran en la imposibilidad de seguir los progresos técnicos -suponiendo que los conozcan-o de renovar oportunamente su material. Es de temer que no dispongan más que de máquinas arcaicas, poco eficaces, y, lo que es más grave todavía desde el punto de vista de la economía general, que produzcan cantidades anormales de desperdicios. Estos desperdicios rara vez se aprovechan, salvo en ciertos casos, como combustible para la producción de energía destinada a la serrería. El empleo de máquinas anticuadas, y la falta de organización hace que la mano de obra se utilice de manera ineficaz. Si se tienen en cuenta estos hechos y la competencia a que antes hemos hecho referencia para la compra de las maderas que han de alimentar a la serrería, se comprenderá fácilmente que a pesar de la economía resultante de la reducción de los transportes para las trozas, la producción de las pequeñas serrerías pesa sobre el precio y tiende a convertir la madera en un material caro.

No hay que exagerar, sin embargo, esta última influencia, por lo menos en los países muy industrializados ya, puesto que la proporción de la producción de las pequeñas serrerías en relación con el volumen total de la madera aserrada es generalmente escasa. Casi nunca funcionan a toda su capacidad. En las Filipinas, por ejemplo, la capacidad total de las serrerías es más del doble de su producción efectiva. Lo lógico es que la competencia de las grandes serrerías tienda a eliminar a las pequeñas.

Los inconvenientes que se les pueden oponer a las pequeñas serrerías volvemos a hallarlos en las pequeñas empresas de explotación forestal. Además, el pequeño aserrador, lo mismo que el grande, es muchas veces su propio contratista de explotación. Estas pequeñas explotaciones carecen de eficacia, porque no disponen del material moderno que les sería preciso, sobre todo si se trata de cortas en lugares de difícil acceso y saca. Sería interesante determinar si la seguridad de los obreros se halla más o menos bien asegurada que en las grandes empresas, y también sería muy útil hacer una encuesta análoga relativa a los salarios reales y a las condiciones generales de vida de estos obreros. Para ser justos, quizá se pudieran hacer observar ciertas ventajas a favor de estas pequeñas explotaciones: en primer lugar, ventajas de orden social, ya que facilitan empleo a una mano de obra local, con frecuencia estacional, la cual, sin ellas, quedaría desocupada o emigraría hacia las ciudades, a veces en detrimento de la economía agrícola o forestal; después, ventajas de orden silvícola: lo reducido del lugar de explotación, más fácil de vigilar que uno grande, es también más a propósito para asumir la carga de las explotaciones de pequeño volumen, caso que se presenta a menudo en las regiones en que la propiedad forestal está muy fragmentada, y tal vez también para efectuar cortas de escaso rendimiento económico, como las entresacas de árboles muy jóvenes, que son sin embargo de una gran utilidad para el mantenimiento del monte en buen estado de productividad. A pesar de esto, en conjunto, las ventajas no compensarían los inconvenientes.

Podrían aplicarse ciertos remedios a los inconvenientes inherentes a las pequeñas serrerías o a las pequeñas explotaciones forestales, por medio de las asociaciones o hasta de simples acuerdos comerciales. En lo que respecta, por ejemplo, al aprovechamiento de los desperdicios, se puede suponer - y así se practica ya en diversos países - que una fábrica de aprovechamiento, por ejemplo, de harina de madera, o una fábrica de pasta, procede a la recogida de estos desperdicios de acuerdo con las pequeñas serrerías. Se puede hasta imaginar que los propietarios de las pequeñas serrerías unan los capitales de que puedan disponer para financiar, total o parcialmente, con ayuda del Estado o de las instituciones de crédito, o sin ella, la creación de un taller de aprovechamiento. Se puede asimismo concebir que pequeños propietarios de serrerías se unan para efectuar en común ciertas operaciones, por ejemplo el transporte o la explotación de trozas destinadas a la explotación de sus serrerías. Estas asociaciones existen en ciertos países, por ejemplo para el transporte por flotación de la madera, en las cuales participan además, no sólo las pequeñas serrerías sino también las grandes industrias madereras.

En principio, en todos los países existen posibilidades de asociación de este género, pero aun en ellos, como se ha indicado para el caso de los propietarios forestales deseosos de asociarse con el fin de integrar los montes que poseen en una sola unidad de gestión, cada caso particular requiere un estudio especial para poder darse cuenta de si las formas de asociación existentes y las correspondientes disposiciones legales se adaptan bien a las condiciones que han de satisfacerse, y a la política industrial que se prevea. Si, por ejemplo, se aspira a la concentración de la industria de la serrería, es evidente que no habrá por qué ayudar al sostenimiento de las pequeñas serrerías facilitándoles ciertas operaciones. Si, por el contrario, se estima que éstas ofrecen algún interés, conviene remediar en la medida de lo posible los inconvenientes que presenten. Si se pretende evitar el despilfarro de los desperdicios de serrería, podrá concederse cierta ayuda en forma de préstamo, reducción de impuestos o subvenciones. Es indudable que tal operación acaba por ser beneficiosa para los pequeños propietarios de serrerías, los cuales obtendrán ciertas rentas de un subproducto que hasta entonces careció de valor. Sin embargo, no es cierto que estos pequeños propietarios puedan soportar las cargas fiscales que acarrea quizás, en un determinado país, la constitución de una sociedad de tipo normal, ni sobre todo que dispongan de capitales suficientes para la organización de la recogida de los productos. Ahora bien, de una manera general, el aprovechamiento racional de los desperdicios de serrería es una operación que tiene interés económico para el conjunto de un país cuyos recursos madereros sean limitados. Estaría, pues, plenamente justificada la ayuda para constituir una asociación de este género, en el caso que nos hemos planteado.

Difícilmente podrá realizarse una integración total de los recursos de producción de que disponen las pequeñas serrerías, análoga a la integración total de las fincas de los pequeños propietarios forestales y de los montes que comprenden. Ello implicaría, en efecto, la liquidación de pequeños establecimientos existentes y su sustitución por una Sociedad que sólo conservaría muy pocas cosas del antiguo equipo, máquinas, etc. Pero para operaciones limitadas, como aquellas de que hemos citado ejemplos: explotación, transporte de trozas o productos de aserrío, transporte o aprovechamiento de desperdicios, flotación, que necesitan con frecuencia de inversiones importantes en material, la asociación entre las pequeñas serrerías ofrece grandes ventajas.

Después de haber estudiado las formas de asociaciones forestales que crean los más apretados lazos entre sus miembros, el presente capítulo se propone estudiar aquellas que crean los vínculos menos estrechos, dejando para otro capítulo las que se encuentran en una situación intermedia, que son las asociaciones que generalmente ostentan el nombre de cooperativas. Por el hecho de que las asociaciones que son objeto del presente capítulo no creen íntimos lazos económicos entre sus miembros, no ha de deducirse que su importancia sea escasa. Por el contrario, como hemos de ver, desempeñan un considerable papel en la determinación de las políticas forestales.


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